Opinión | El LÁPIZ DE LA LUNA

Poco se habla

Poco se habla de las cosas cotidianas que a uno se le hacen un mundo

Cartel de ITV. / EPE

Poco se habla de las cosas cotidianas que a uno se le hacen un mundo. Se me ocurre, por ejemplo, hacer cola en el supermercado o planchar o regar las plantas. Esto último me sucede a mí. Es curioso porque me encanta tener plantas, pero no regarlas. No, no dejo morir a un ser vivo, quizá lo deshidrato un poquito. Sin embargo, hoy quiero hablar de la Inspección Técnica de Vehículos, la famosa ITV. Sí, algunos verán este artículo como insulso, innecesario y hasta banal.

En cambio, habrá quien empatice conmigo. Con la ansiedad anticipatoria de esa pregunta que nos hacemos las horas previas «¿Y si no pasa la ITV?» Entonces, me sale la economista que llevo dentro y empiezo a hacer cálculos de lo que me supondría un imprevisto económico como el arreglo del coche. Y llega el día, y me veo allí, nerviosa como si fuera a examinarme por primera vez del carnet de conducir.

Un muchacho, que ya debe de estar acostumbrado a que la gente necesite una adaptación curricular en esto de la ITV, me sonríe mientras me quita la pegatina, no vaya a ser que no tenga el vehículo apto y me dé por fugarme. No, no, la casa se empieza por los cimientos. Luego me dice que encienda las luces, que ponga los indicadores y que toque la pita. Ya me mató. «¿Dónde tengo la dichosa pita? Piensa rápido», me digo.

Pues sí, lo confieso, una de las cosas que más vergüenza me da en esto de la conducción es tocar la pita, así que nunca recuerdo si está en el volante, en un lateral o dónde demonios. Vale: piiiii. Prueba superada. «Por favor, ponga la luz antiniebla», me indica. ¿Cómo? ¿El qué? «A ver, caballero, que vivimos en Canarias, que si llueve dos días mucho es y para eso me vale la luz larga. ¿Quiere que le ponga la luz larga?». Todo esto lo digo con una gran sonrisa.

Sin embargo, lo que quiero es llorar. El chico, también con una sonrisa, mete medio cuerpo por la ventana del lado del conductor y toca algo, no sé el qué porque no me da tiempo de pillar la maniobra, pero, vamos, que las luces antiniebla, estén donde estén, funcionan. «Continúe, por favor. Ahora, suelte el freno de mano y pise el pedal del freno». Cri cri cri. «No, señora, no es que ponga el freno de mano y frene. Solo pise el pedal del freno. Suelte el de mano».

¿Me acaba de decir señora? Esto ya solo puede ir a peor. No sé si estoy sonriendo o me ha dado un aire y tengo la cara como uno de los personajes de Doraemon. Otra prueba, a duras penas, culminada. «Continúe, por favor. Ponga el coche en punto muerto y mueva el volante con ambas manos». Obedezco. Y me veo allí, dentro del coche, girando el volante de derecha a izquierda como si la vida me fuera en ello en lo que el mecánico inspecciona los fondos del automóvil. Y me da la risa. Una risa burlesca y nerviosa.

Tal vez porque nunca me gustaron los videojuegos y el hecho de mover el volante sin un sentido aparente me parece ridículo. «Vale, continúe y espere fuera a que salga mi compañero.» Tic. Tac. Tic. Tac. En esa larga espera que seguro que no fue tan larga, vete tú a saber, me acuerdo de mi abuela y de todas las mujeres canarias que antiguamente arreglaban el pomo. Me engancho a ese pensamiento aleatorio y soy consciente de que, si tuviera que ir a «bajarme la madre», no pasaría en este momento esa otra ITV.

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Veo acercarse al joven por el espejo retrovisor. Abre la puerta del copiloto y… ¡Tengo pegatina! Lo celebro interiormente, con recato y disimulo, aunque me siento como una niña de Infantil a la que le acaban de poner una cara contenta en el dorso de la mano. En fin, poco se habla de las cosas cotidianas que a uno se le hacen un mundo. Poco se habla de la vida.

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