Opinión | El LÁPIZ DE LA LUNA

Mirar para otro lado

Hay una culpa patológica, la que se da cuando por todo hecho, hayas intervenido tú o no, te sientes responsable

Mirar para otro lado. / EPE

¿Ustedes han escuchado alguna vez el dicho «Haz el bien y no mires a quién»? Esa expresión me acompañó durante toda mi infancia y la sigo cargando en mi edad adulta. Y no solo el contenido de la frase, sino la culpa que viene adherida si te saltas cualquier elemento del sintagma. La culpa. Es como un sudor pegajoso y maloliente del que no logras deshacerte por más que te duches tres veces al día. La mayoría de la gente que conozco se lleva mal con ella. A ver, esta emoción tiene un trabajo bonito: nosotros tropezamos con la piedra y ella se encarga, la próxima vez, de avisarnos de que por ahí no debemos ir. Es verdad, en ocasiones nos encariñamos con la piedra y con la montaña entera, pero lo normal es que a la primera o, como mucho a la segunda, aprendamos que todos nuestros actos tienen consecuencias. Puede ser que solo las suframos nosotros, luego, son más las veces que perjudicamos a otros. Sin embargo, el sambenito ya no hay quien se lo quite.

También hay una culpa patológica, la que se da cuando por todo hecho, hayas intervenido tú o no, te sientes responsable. Se sufre mucho con esa distorsión de la emoción. Y en el otro extremo está la gente que, o no conoce la función adaptativa de esta emoción, o le importa tres pimientos. Hablo de esa gente que siempre mira para otro lado. Por ejemplo: del marido y de los ochenta hombres que violaron durante una década a una mujer a la que su pareja previamente drogaba. Pero también de esos dos sujetos que no participaron ni dieron parte a las autoridades de lo que estaba ocurriendo, convirtiéndose en cómplices. Hablo de esos profesores que están en un chat de grupo en el que alguno de ellos comparte stickers con fotos de niños del centro en el que trabajan y, aunque ellos no los divulguen, tampoco denuncian el suceso, tapando el asunto. Hablo de esas personas que están esperando la guagua en la parada de siempre, a la hora de siempre, rodeadas de las caras de siempre y ven cómo alguien le dice a un joven con discapacidad intelectual que le cambia una planta por el bono de transporte, y el joven, que no las tenía todas consigo, accede al trueque sin saber que sale perdiendo, y nadie le echa un cable. Y lo dejan allí, solo, con la planta en las manos, mientras la guagua se va sin él. Hablo de quien no fue capaz de pagarle el viaje para evitar el abandono y la humillación. Hablo de todas las veces que vemos injusticias y miramos para otro lado porque «No es asunto nuestro» o «No queremos problemas». ¿Y cuando sea a ti a quien le den la espalda? ¿Y si eres tú, tu hermana, tu hija o tu amiga a la que violan mientras ella está inconsciente? ¿Y si es tu hijo el que sale en una foto en la que los adultos se burlan de él? ¿Y si un día te pillan con la guardia baja y alguien con más habilidad –o mala idea– se aprovecha de tu buena fe y te ves solo en medio de la nada? ¿Te dolería? Ya te respondo yo que sí. Claro que sí.

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También me decían mucho de niña: «Lo que siembras, recoges» o «Todo lo bueno que haces te viene multiplicado por dos». No sé la certeza de estas afirmaciones. Hacer las cosas adecuadamente no siempre viene de la mano de una recompensa divina –ni terrenal– pero sí personal. Creo que uno, entre hacer lo que le apetece y hacer lo correcto, siempre debe hacer lo segundo, que la mayoría de las veces es, precisamente, lo que no le apetece. De lo contrario, ya arreglaremos cuentas con la culpa. Hay que tener cuidado con cogerle el gusto a mirar para otro lado, no vaya a ser que en uno de esos devaneos nos encontremos con nuestro reflejo.