Opinión | LITERATURA

El desencanto, y la clase, de los comedores de pipas

Si algo me llama la curiosidad hoy es esa novedosa manera de aparentar lo que no se es

Imagen de la película 2001 una odisea en el espacio. / Archivo

1.La elipsis narrativa más portentosa del cine es la de '2001' y solventa en unos segundos cuatro millones de años: unos homínidos en las planicies de África enarbolan la tibia de un gran mamífero y, a renglón seguido, el hueso se ha convertido en una nave espacial rumbo a la Luna en 1.999.

Se me ocurre que la elipsis narrativa más portentosa de la historia reciente de nuestro país podría ser otra: un ser humano enarbola en la aldea la cabeza de una gallina degollada que, acto seguido, es un puñado de pipas en la mano de su nieta, mientras trabaja como 'community manager' en una oficina de diseño minimal, con monsteras y palés, de una gran ciudad española.

2.Esa generación estrenó la democracia, internet y los Erasmus. Y, también, un tipo concreto de 'aburrimiento' sin carisma. Un aburrimiento que traiciona la comodidad que lo genera. Fue la combinación de deseo, aburrimiento e imaginación lo que los convirtió en lo que son. Se nos dijo que imagináramos un porvenir. Se nos dijo que no fuéramos como nuestros mayores. Se nos dijo que no olvidáramos cómo eran nuestros mayores.

Con los labios cuarteados por la sal de las pipas y la boca seca de tanto parlotear, esa generación, que creció “entre el fin de mes y el principio de una nueva era”, amnesió lo más importante. Así que Calderón propone “un relato de los expobres”.

3.Yo, con abuelos idénticos a los de Calderón, siempre tuve cierta obsesión por los arribistas. Los de las novelas francesas del XVIII y sus herederos: del Pijoaparte de Marsé al de 'El día de mañana', de Pisón, que entra en los círculos izquierdosos de la burguesía vistiéndose así, desastrado, como ellos: “Era un pobre vestido de rico vestido de pobre. O sea, un pobre”.

También me obsesionaron los otros. Los pijos que entonces, en los sesenta, pero también ahora, hace cinco minutos, se desclasaban: entre la coquetería y la culpa de clase, iban a conciertos, a centros cívicos, militaban, eran como tú hasta que una noche te invitaban a su casa y veías, en fin, 'su casa'.

Hay libros magníficos y recientes que rastrean el mapa del pijerío ('Quiero y no puedo', de Raquel Peláez) o la precariedad de los oficios creativos ('No seas tú mismo', Eudald Espluga). Pero 'Pipas' alumbra otra cosa.     

Si algo me llama la curiosidad hoy es esa novedosa manera de aparentar lo que no se es: en Twitter, mucha gente, que sé positivamente que tiene un patrimonio envidiable, se hace la pobre, mucho más de lo que es, y lo maravilloso es que se hacían los ricos, más de lo que eran, hace nada en, pongamos, Instagram.

“No hay nada más triste que no ser consciente de tus privilegios”, escribió el gran Félix Romeo. Y no hay nada más triste que lo suyo. Parecen olvidar la cadena trófica del privilegio: asumir nuestra relativa placidez es la única forma honesta de honrar a quienes nos la dieron sin dejar de señalar a los que nos la quieren arrebatar a nosotros o negar a otros.

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Eso hace Calderón: sin épica barata ni victimismo llorón. En el punto exacto del ensayo, que nos explica, y la ficción, que nos cuenta; de la memoria, que nos retrata, y la imaginación, que nos proyecta. Indagando en su familia y en el Estado (la traición en temas de vivienda). Mirar de dónde venimos, las neveras de nuestras familias, nuestras bolsas de pipas. Las de la primera generación que no quiso lamentar, demasiado tarde, algo: “Siento dejar este mundo sin probar”, por poner un ejemplo, “pipas Facundo”.

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