Opinión | RECUERDOS

La gran explosión en la calle de Borrell

Pisón era un joven novelista llamado a consagrarse y yo, ese mocoso que escribía relatos a diario y novelas rusas de seis páginas grapadas y con portada

No siempre una vocación se manifiesta de forma tan aparatosa, pero la mía lo hizo con un enorme estallido a unos metros de mi casa.

El miércoles 5 de diciembre de 1990, a primera hora de la tarde, una explosión destruyó tres edificios en la calle de Borrell. Si esto lo contara John Hersey tal y como lo hizo en su libro 'Hiroshima', tendríamos que asomarnos a qué hacía yo, con 10 años, segundos antes del hecho. Lo recuerdo bien: manejaba una de aquellas reglas de plástico, con plantilla de alfabeto, para rotular un cuento que había escrito ese mediodía. No conservo el argumento, pero sí el título: cuando estaba a punto de rellenar con un rotulador Carioca la “l” de la palabra 'Festival', todo el piso tembló. También mi mano y la mesa del comedor, así que aquel cuento, a todas luces olvidable, acabó bautizado así: 'Festiva' (con un borrón después de la tercera “a” y con la justificación de que el día siguiente, el de la Constitución, era festivo).

En realidad, lo de la vocación venía de antes. Desde primero de EGB, cada mediodía me obligaba a escribir un relato, con una obstinación monomaníaca algo sospechosa (era como Stephen King en la caravana, pero con yogures de macedonia en lugar de 'speed'). No conocía a ningún escritor, salvo porque el comentario generalizado en la familia era: “Acabará como Francis” (Francis era Francisco Casavella). Pero estuve a punto de conocer a otro. A otro que pudo haber corrido muy mala suerte con la explosión: Ignacio Martínez de Pisón vivía en el número 107 de la calle de Borrell (y los tres edificios siniestrados eran el 109, el 111 y el 113).

Pisón lo recuerda en el último capítulo de su magnífico libro de memorias 'Ropa de casa' (Seix Barral). Allí afirma: “Los novelistas tendemos a percibir algún tipo de orden interno en realidades que son por naturaleza caóticas, azarosas”. Todos pensamos lo mismo: el azar desordena la vida, pero ordena las ficciones. Y yo no puedo evitar pensar ahora en que me crucé con él muchas veces cuando él ya era un joven novelista llamado a consagrarse y yo, ese mocoso que escribía relatos a diario y novelas rusas de seis páginas grapadas y con portada.

Aquel día, cuenta en el libro, Pisón estaba en Grenoble, pero mi madre pasó por ese tramo de calle segundos antes del accidente y mi padre y yo fuimos rápidamente a enterarnos de lo sucedido. Fue entonces, y no con la detonación, cuando vi claro a qué quería dedicarme: las fachadas de los tres edificios habían desaparecido, de modo que se habían convertido en tres casas de muñecas a escala humana. El corte transversal permitía ver el interior de los hogares: recuerdo lámparas de araña melladas, toallas de colores en un baño (las mías eran blancas), una muñeca Barriguitas llorona en la taza de un váter o, incluso, una montaña de cuatro libros que (dimensión desconocida) había resistido en la mesilla de un dormitorio. Esa voladura de la intimidad, esa posibilidad violenta de explorar otras vidas, me impactó mucho. Tanto, que escribí un cuento (que yo, infeliz, consideraba originalísimo) sobre las vidas simultáneas en todas esas habitaciones (25 años antes de leer 'La vida instrucciones de uso', de Perec, y más de tres décadas antes de leer 'Ropa de casa', claro).

 A Pisón me lo podría haber cruzado ahí, o en el Bar Mañé, o en la Bodega Alegría, donde iba siempre con mi padre después del mercado de Sant Antoni, en la que prometí solemnemente, con la mano posada sobre un cromo de Laudrup, que siempre bebería Trinaranjus y jamás cerveza (a veces extendemos cheques que no logramos pagar). O en Comarruga, donde él vio nevar, pero donde yo dejé de ir al apartamento de mis tíos porque el polen de la urbanización me provocaba unas crisis asmáticas bíblicas.

Años más tarde, conocería a Pisón, tan sólido y atildado, mezcla de aplomo y encanto, de orden y aventura, como su prosa. Incluso me contaría que él iba a tomar cañas con el tal Francis. Y, aun así, no lo conocería hasta leer este libro indispensable, en el que cada giro de su vida coincide con alguna mutación del país, tal y como sucede en las mejores novelas decimonónicas.

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Espero cruzármelo en el Mañé, el bar donde calentó los potitos de su hijo cuando eliminaron el gas de su edificio por culpa de esa fuga y explosión que también provocó que yo haya escrito esto.

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