Opinión | MÁS ALLÁ DEL NEGRÓN
La misa de la discordia
El enfrentamiento del Arzobispo y Barbón, un flaco favor para la política y la Iglesia
Adrián Barbón (izda) y Jesús Sanz Montes. / CAROLINA DIAZ
Adrián Barbón es muy libre de no acudir a los actos religiosos del domingo en Covadonga. Sólo faltaba. La Iglesia y la política cuanto más lejos, mejor. Quienes hemos llegado a conocer el nacionalcatolicismo, quienes nos hemos formado en un estado confesional, nos aferramos con uñas y dientes a la laicidad o aconfesionalidad del Estado. Sólo hay que ver lo que ocurre con las religiones convertidas en ideología en los estados islámicos.
Es verdad que vivimos el final de la dictadura cuando gran parte de la Iglesia ya se había desencantado con el régimen. En aquella época, don César –añorado párroco de El Entrego– nos impartía las obligadas clases de religión en el Instituto. Siempre empezaba por el marxismo, ideología cuyo conocimiento era muy necesario entonces, incluso para los cristianos. Era la época en la que, en la misa de los domingos, coincidíamos en el templo los feligreses con los mineros encerrados por alguna reivindicación.
Creo recordar que don César acabó en Nicaragua, como mi remoto pariente Gaspar García Laviana, que también nos influyó a los adolescentes de entonces que buscábamos ansiosos una actitud digna contra las injusticias en el mundo. La prueba definitiva de que el franquismo utilizaba a la Iglesia –y parte de esta se dejaba utilizar– la encontramos en la negativa de la dictadura atender la petición de Pablo VI de conmutar la pena de muerte a los últimos fusilados por el régimen.
Hoy, más de cuarenta años después, cuando creíamos haber encontrado una convivencia aceptable entre Iglesia y Estado, volvemos a encontrarnos el mismo problema. La decisión de Barbón es muy respetable. Él sabrá cómo representar mejor a todos los asturianos, si yendo o ausentándose. Resulta muy pobre, en cambio, su pobre justificación: "Creo que mi ausencia contribuye a rebajar la polarización". Primero, porque no necesita excusa alguna. Y, segundo, porque no hay polarización si el enfrentamiento, en este caso verbal, viene de una sola parte.
El arzobispo Sanz Montes, por su parte, es muy libre de expresar en público su opinión. Sólo faltaba. Otra cosa es que los católicos la compartamos. El prelado, como es bien sabido, no habla ex cátedra. Y, con esos exabruptos en redes –«la seño»–, lo que está haciendo es ponerse a la altura de tanto político faltón y tuitero, comportamiento impropio de las instituciones que representan unos y otros.
Debería tener cuidado el arzobispo con sus descaradas guerras políticas. Le recomendaría que leyera el artículo publicado el jueves en 'El Periódico' –publicación de este mismo grupo– por el escritor católico Valentí Puig. Bajo el título En una Iglesia vacía, Puig señala cómo un factor de la secularización de la sociedad catalana "la adhesión al independentismo por parte de sectores del clero, en detrimento del sentido de comunidad unida por la fe que es el espíritu universal del cristianismo (...) La identificación de sectores de la Iglesia en Cataluña con el secesionismo es un factor específico, en algunos casos con lazos amarillos y fotografías de los llamados ‘presos políticos’ en los templos".
El vaciado de las iglesias responde a una sociedad deshumanizada y relativista, de la que debiéramos culparnos todos. Podemos imputar la responsabilidad a los políticos –de todos los signos–, que continuamente nos ofrecen ejemplos de conductas impropias de su condición de representantes del pueblo. Pero la Iglesia –la cúpula y los católicos de pie– debería ser la primera en hacer examen de conciencia y ver cuál ha sido su responsabilidad en esa deshumanización.
Con los problemas que afronta esta sociedad –inmigración masiva, una juventud abandonada a su suerte, un envejecimiento que acabará por desbordarnos–, la verdad es que Barbón o Lastra vayan a misa el domingo en Covadonga nos debería dar igual. Pidámosles responsabilidades por lo suyo, que bastante tarea tienen. Peor sería que cayeran en la hipocresía del "París bien vale una misa", atribuido a Enrique de Borbón, pretendiente protestante al reino de Francia, quien, con tal de reinar, hasta se convirtió al catolicismo.
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