Opinión | MÁS ALLÁ DEL NEGRÓN

El desprestigio del trabajo

¿Realmente fuimos unos privilegiados por emanciparnos de nuestros padres a los 20 años cuando los jóvenes se están emancipando a los 30 de media?

Muchos autónomos españoles no tienen momentos de desconexión laboral / Europa Press

Mis hijos han alcanzado ese crucial momento en la vida en el que toca decidir qué se va ser de mayor. Ellos, como tantos jóvenes de su edad, tienen un concepto del trabajo como maldición bíblica –“ganarás el pan con el sudor de tu frente”– como un castigo impuesto por la sociedad, como una esclavitud que los obliga a un esfuerzo excesivo para vivir en unas condiciones misérrimas.

Nos reprochan a las generaciones anteriores que lo tuvimos muy fácil. Que en nuestro mundo encontrar un empleo era mucho más sencillo que ahora. ¿Realmente es así? Tengo mis dudas, sin menospreciar la precariedad en que se vive hoy, la proliferación de los trabajos basura, la carestía de la vida, la inaccesibilidad de la vivienda o la feroz competencia para abrirse un hueco en el mercado laboral… ¿Realmente fuimos unos privilegiados por emanciparnos de nuestros padres a los 20 años cuando los jóvenes se están emancipando a los 30 de media?

A los que accedimos a nuestro primer trabajo entre finales de los setenta y principios de los ochenta del siglo pasado ¿realmente nos resultó más factible construirnos un futuro? Aquella era la España del paro por encima de 20 por ciento –hoy, rondamos el 11–, la legislación laboral era papel mojado –conseguir un contrato indefinido llevaba años–, la reconversión industrial dejaba en la calle a más de 80.000 trabajadores, cobrar un subsidio de desempleo era poco menos que una quimera.

Es cierto que la crisis de 2007 supuso un retroceso económico de décadas, del que todavía no nos hemos acabado de recuperar, que la digitalización –y no digamos la IA– está provocando una reconversión sin precedentes, que el cambio de modelo económico ha hecho proliferar los trabajos más precarios, los del sector servicios: hostelería, mensajería, limpieza, logística, transportes,...

Una legión de trabajadores sin defensa. Los sindicatos, tradicional contrapeso a los excesos empresariales, que deberían encargarse de la defensa de los más débiles, viven una profunda crisis. Su influencia es nimia desde que ministros de extrema izquierda se han integrado en el Gobierno y han asumido las funciones sindicales, recurriendo a los parches que son los subsidios, pero no solucionando los problemas de fondo de la precariedad laboral.

Hace unos días, un periódico de Madrid titulaba El trabajo mata, muera el trabajo un artículo sobre la proliferación de libros sobre las maldades del trabajo. La idea de que el trabajo es nocivo ha calado entre nuestra sociedad. Predomina el convencimiento de que sólo trabajamos para enriquecer más a los orondos capitalistas. Si fuera así, ¿dónde queda la aspiración del trabajo bien hecho?, ¿la satisfacción de dominar un oficio?, ¿el demonizado concepto de vocación?, ¿la noción de devolver a la sociedad lo que nos ha dado?

Entre los libros que se mencionan en el artículo, destaca Trabajos de mierda. Una teoría, del antropólogo David Graeber, título que ha dado lugar a posiciones extremas que ya no sólo abogan por la mejora de las condiciones laborales, sino que reivindican la abolición del trabajo por considerarlo muy perjudicial para la salud física y mental.

Hace décadas, era muy popular la necesidad de “realizarse” en la vida, lo que el diccionario define como “sentirse satisfecho por haber logrado cumplir aquello a lo que se aspira”. En suma, conseguir un trabajo que nos satisfaga y nos dé de comer, disfrutar de un ocio gratificante, convivir a gusto con otras personas –ya fuera en familia, con amigos o compañeros–, en jugar un papel en la sociedad por irrelevante que fuera…

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Resulta curioso que, en medio de esta satanización del trabajo, haya tenido gran éxito la última película de Win Wenders, Perfect Days, la historia de un limpiador de los wáteres públicos de Tokyo que vive apaciblemente su existencia. O la serie The Bear, que cuenta la obsesión por la perfección en su esclavizante trabajo de cocinero del chef de un restaurante de Chicago. A ver si vamos a estar descubriendo que trabajar no es tan malo como nos han hecho creer. Y si no, que se lo digan a cualquiera de nuestros dos millones y medio de parados.

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