Opinión | ÁGORA

Inteligencia artificial

El algoritmo es el triunfo de la rebelión de las masas y amenaza con apagar la voz del singular en su derecho a ser él mismo

Recreación artística del impacto de la IA en la disciplina informática. / GENERADOR DE IMÁGENES DE LA IA DE BING PARA T21PRENSA IBÉRICA, DESARROLLADA CON TECNOLOGÍA DE DALL·E.

El algoritmo es desconsiderado. Por eso debemos mirar con desconfianza lo que nos ofrece. Recopilando la información que circula por la red, derivada de opiniones no contratadas, comunicaciones de todo tipo, bromas, comentarios, organiza una decisión arbitraria sobre un singular. Así, la IA ha declarado que un pueblecito de Orense es el más feo del mundo. Indignados, los habitantes han colgado fotos de su bonita iglesia y de sus verdes parques. No parece el pueblo más feo del mundo. Alguien ha preguntado eso al ChatGPT y este responde impasible. El singular deja de tener el control sobre sí mismo.

Si uno va a Google porque siente curiosidad sobre este asunto, se dará cuenta de que estas preguntas abundan. Cuál es el pueblo más feo de Madrid, Cádiz, Canarias, España, de cualquier sitio. Sin embargo, uno no comprende las razones que puede tener la decisión de la IA que hace de Sagunto, con sus ruinas romanas y su judería, el pueblo más feo de la Comunidad Valenciana. Darnos cuenta de lo absurdo de esta pregunta nos lleva a comprender lo ideológico de llamar a esta herramienta Inteligencia Artificial. En realidad, puede acoger en su seno toda la arbitrariedad de la estupidez humana, replicarla, extenderla, sacralizarla. Preguntar por sus razones es ridículo. Ordena enunciados sin otra lógica que su existencia. Dar razón, justificar lo dicho, lo propio de la inteligencia, le es ajeno.

Como el algoritmo comparte la naturaleza de la vida, cualquier enunciado sobre un singular que se introduzca en la red tiene mayor probabilidad de volver a ella. Cambiar la valoración de una sentencia tiene todo el aspecto de ser irreversible. Si alguien pide un destino bonito de turismo, y aquella sentencia ya está emitida, habrá muy poca posibilidad de que “el pueblo más feo” pueda aparecer. Al menos por el momento. Nuestra inquietud y fastidio promueve incondicionalmente el turismo y cuando se acaben los destinos convencionales, quizá los más feos se pongan de moda.

Resulta claro que entre el algoritmo y el singular seguirá existiendo un abismo infinito. La desconsideración le es interna a su existencia. En realidad, el algoritmo es la última manifestación de la sociedad de masas y no sé cómo no se ponen en circulación los argumentos de los críticos de esa sociedad -como Ortega- para denostar la sociedad de masas actual. El algoritmo es el triunfo de la rebelión de las masas y amenaza con apagar la voz del singular en su derecho a ser él mismo. La capacidad del algoritmo para reconocer el singular es tan escasa como la del ornitorrinco para volar.

Lo he visto personalmente. Amazon me envía libros que quizá puedan interesarme. Ha visto mis compras en Google en los últimos meses y se siente muy feliz de ofrecerme en mi cuenta el libro “Giorgio Agamben, Justicia Viva”. Claro que el libro puede interesarme. Lo he escrito yo. El algoritmo de Amazon puede detectar que cierto producto puede ser objeto de consumo por mi parte, pero no está en condiciones de darse cuenta de que ese objeto es algo que he producido yo. Sólo me reconoce en mi papel de consumidor, pero no en mi condición de autor. Mi nombre en la cuenta de Amazon no coincide con mi nombre como autor. Sólo coincide con el asociado a una tarjeta VISA. No es considerado.

Hace un tiempo, algunos teóricos demasiados pendientes de la novedad, como Antonio Negri, anunciaron que la nueva tecnología de uso individual, mediante el ordenador, transformaría la forma de trabajo y acabaría con la explotación. Puesto que el trabajo sería volcado a la red y tendría un uso común, cumpliría el pronóstico marxista del trabajo emancipado. Nadie se apropiaría de él. Así, el desarrollo pleno del capitalismo llevaría a la superación del capitalismo. La vieja profecía de Marx quedaría cumplida. Hoy vemos hasta qué punto los dogmas teóricos son ridículos cuando pretenden iluminar contextos históricos muy diferentes de aquellos que los vieron nacer. La IA no solo se apropia de nuestro trabajo. Se apropia de nuestra vida. Y lo usa todo en beneficio de los cinco o seis propietarios de las grandes máquinas que la manejan.

Lejos de ser la culminación del trabajo emancipado, la AI se ha elevado así a una forma de trabajo maquinal que necesita usurpar el trabajo vivo y creativo de la humanidad entera. Y todo para ofrecernos resultados sin vida cuya aspiración ultima es convencernos de que nuestra propia inteligencia es un resto arcaico, un órgano vestigial, algo así como el apéndice o la vesícula biliar, dado que en esa máquina disponemos de todo lo que tenemos que saber y comprender del mundo, incluso del último de nuestros caprichos como, por ejemplo, saber cuál es el pueblo más feo del mundo.

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Por eso saludamos la decisión de un juez californiano que ha denunciado a los propietarios de las plataformas de la IA por expropiar a muchos creativos, sobre todo grafistas, por emplear sus imágenes para enseñar a sus máquinas para diseñar imágenes propias. Por supuesto, hay un uso indebido de bienes que están protegidos por derechos de autor. Al final, las máquinas son tontas y tienen que aprender mucho. Utilizan productos humanos para aprender. Pero su finalidad es hacer irrelevantes esos productos humanos. Así que nos expropian de nuestro trabajo y de todo fruto de nuestra inteligencia, para al final expropiarnos de ella. La utopía de la emancipación del trabajo. Bravo, señor Negri.

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