Opinión | ÁGORA

Perfect Days

Los que nos pasamos los años 80 y 90 en la carretera, sabemos las emociones que le debemos a aquellas viejas cintas de casete que todavía ruedan por ahí

Perfect Days (2023) - Posters. / Archivo

Para Román

Después de París-Texas o de El cielo sobre Berlín, el destino de Wenders era la decadencia. Su filmografía posterior parecía tan errática como sus seis matrimonios entre 1974 y 1993. Ni siquiera Tan lejos, tan cerca nos emocionó. La época de cooperación con Peter Hanke quedaba atrás. Luego algunas producciones curiosas, documentales sobre músicos cubanos o el homenaje a la excepcional Pina Bauch. Nada como aquellas obras maestras, que dieron tema de mil conversaciones y análisis.

Las utilicé en clase, comentando el problema del amor en Hegel, analizando la Gnosis moderna, o discutiendo sobre Walter Benjamin. Wenders era el cineasta de los filósofos. Lo venerábamos. Sin embargo, tenía el cine japonés dentro de su alma y tarde o temprano haría una gran obra sobre aquella cultura. Tras alguna que otra aproximación a Tokio y algún documental sobre el cine de Ozu, Perfect Days es la obra que lo reconcilia con mi generación, de la que es hermano mayor, por edad, por experiencias, por inquietudes.

Desde el primer fotograma de Perfect Days, Wenders ya nos ha ganado. Conoce lo que significó Eric Burdon para nosotros. Aquel cantante, que hasta hace poco venía por España, fue más que cualquier otro un símbolo de la juventud de la época. Con su gesto golfo, su cara picada, su traje desaliñado, Burton fue el cantante de las noches de San Francisco. Nosotros no entendíamos muy bien la letra de La casa del sol naciente, porque no podíamos dejar de pensar en la traducción que hicieron los Lone Stars, que lo imitaban con dignidad. En cuanto sobre la infinita extensión de Tokyo oímos esa canción mítica sobre Nueva Orleans en la furgoneta de Hirayama, ya intuimos que Wenders ha hecho una película para nuestra generación.

Los que nos pasamos los años 80 y 90 en la carretera, sabemos las emociones que le debemos a aquellas viejas cintas de casete que todavía ruedan por ahí. Antes del viaje, como el protagonista, las seleccionábamos según el ánimo y, como él, sabíamos que el bucle de recuerdos, de emociones, de sentimientos, haría regresar el tiempo, con su eterno retorno de huellas, umbrales, acontecimientos. Eso es este filme, una alabanza del eterno retorno y de la condición de éxtasis interno que produce. Ese bucle, simbolizado por el regreso de las viejas canciones, se hace presente en el Sr. Hirayama y dispone su cuerpo a la ritualidad extrema en el trabajo más humilde que se pueda tener. La extraordinaria versatilidad de Koji Yakusho reside en mostrarnos que esa repetición es consecuencia de un alma plena.

Solo podemos considerar Perfect Days como el testamento anímico de aquella generación que creció bajo el nuevo orden americano. El testamento dice: todo cambio es a peor. Lo bueno está amenazado. Solo instalado en una digna pobreza puede continuar todo igual; sólo una vida ritualizada te dejará tiempo para lo importante; sólo si el tiempo llenó tu alma, puedes volver a llenarla día a día de nuevo, con el ritmo de la vida que alienta en el árbol agitado por el viento, o por el brote minúsculo del verde plantón. «Ahora es ahora y otra vez será otra vez», eso dice el viejo que treinta años antes escribió Cuando el niño era niño.

Ahí se abre paso la suprema concentración en el presente. Ese ahora repetido es lo que Hirayama acumula en cajas, siempre las mismas fotos, siempre el mismo árbol, las mismas ramas, como testigo de un mundo que resulta inmóvil y, sin embargo, vivo, frente a la inmensa ciudad que se extiende como un cáncer acelerado y ajeno. Quizá eso nos quede todavía. Rituales construidos con el aliento animado de la vida. En este sentido, la clave de la magistral obra de Wenders reside en la capacidad de marcar un clímax dramático continuo de intensa emoción sin romper ese eterno retorno ritual de la detenida cultura ancestral.

Ahí reside el alma del viejo Japón, la complexio oppositorum de su forma de vida, con citas a Cuentos de Tokio incluidas. Sin embargo, ese clímax que poco a poco prepara el film está presidido por el pudor y no nos revela el pasado de este hombre de hielo y de vida. Sólo nos dice que podemos cambiar nuestra sombra. Entonces nos habla de los ecos del amor, tan intensos que son el mismo amor. La escena en que Mama canta su versión japonesa de “La casa del sol naciente” acompañada de una guitarra, es de las más conmovedoras que se han visto en los últimos años. Y el cumplimiento extático del deseo, canalizado por la simple contemplación, define por completo la vida de Hirayama, que experimenta los ecos de la pasión mediante la atención contenida.

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Pero fue pasión y no es menos pasión. Cuando se supera la escena de un abrazo furtivo de Mama a otro hombre que lo desequilibra todo -hay otros indicios del extraño poder desequilibrante que siguen teniendo las mujeres para el Sr. Hirayama-, cuando todo vuelve al eterno retorno, el clímax construido estalla en una portentosa escena de interpretación sobre el fondo de Feeling Good de Nina Simone. En silencio asistimos a todo un festival de emociones, a un estallido expresivo de vida. Entonces comprendemos que el día perfecto de Lou Reed lanza una bendición que alcanza a la vida entera. "Tú sabes lo que quiero decir", dice Simone. Lo sabemos. Ella lo dice. "Oh! Freedom is mine". Quizá sea el privilegio de aquella generación, la primera que fue libre.

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