Opinión | EL LÁPIZ DE LA LUNA

Un futuro incierto

Llegamos al aeropuerto sobre las seis y media de la mañana. Hasta aquí todo normal. ¡Qué aburrimiento!, pensará usted. Pero, espere, espere. Deme unos renglones y verá como todo cobra sentido.

Migrantes que llegaron el miércoles 24 de julio a Gran Canaria / EUROPA PRESS

Escribo este artículo desde una ciudad que no es la mía, pero cuya estampa es la misma. Me explico: hace unos días salí de viaje. Como es costumbre, mi marido y yo siempre cogemos el primer vuelo, por todo aquello de aprovechar el día en el lugar de destino. Llegamos al aeropuerto sobre las seis y media de la mañana. Hasta aquí todo normal. ¡Qué aburrimiento!, pensará usted. Pero, espere, espere. Deme unos renglones más y verá cómo todo cobra sentido.

Cuando llegamos al control encontramos una cola de unos 200 inmigrantes. Habían habilitado una cinta solo para ellos y al resto nos mandaban a otra. Doscientas personas que no emitían un solo sonido más allá de los pocos objetos de los que se deshacían para pasar por el arco detector sin que les pitara. Se escucharon el silbido de un cinto al desasirse del pantalón, el tac al caer un reloj en la caja de plástico que pasa por el escáner o el ras ras al quitarse la chaqueta.

De resto, silencio. Silencio en su voz, en su rostro y en su alma. Un silencio tan estridente que no pasaba desapercibido. Todo el mundo volvía la mirada hacia ellos. Una vez dentro, cuando ya estaba sentada a una mesa para tomarme un café, los vi desfilar unos tras otros, acompañados de, supongo, dos educadores. Y otra vez el silencio en ellos y en nosotros. Las cucharas contra las tazas dejaron de tintinear, las conversaciones quedaron suspendidas y las preguntas empezaron a agolparse en el corazón de más de uno.

¿A dónde los llevan? ¿Por qué a esta hora? ¿Les deparará un futuro mejor? Mi marido, que se ha convertido en un genio en eso de leerme el pensamiento, contestó a una de mis cavilaciones: «Les están dando una solución al enviarlos a la península». ¿Para darles una vida mejor? ¿Trabajo? ¿Estudios? O esto es un: ¡Hala, búscate nuevamente la vida! «Eso ya no lo sé», respondió. Fantaseé con la idea de que sí. De que todo aquello tenía sentido. De que todo el sufrimiento que habían vivido huyendo de su país en busca de una vida mejor que nunca llega, ahora sí que sí les iba a llegar.

Continúo este artículo desde una ciudad que no es la mía, pero cuya estampa es la misma. Estoy sentada en una de las muchas terrazas que hay en una plaza enorme. Alrededor, en varios bancos, hay gente durmiendo. Otros están sentados en el suelo viendo el tiempo -y la vida- pasar. He contado diecisiete. Todos son negros. ¿Esta era la solución que les estaban dando al enviarlos a la península? -me pregunto. Canarias tiene menos opciones, no tenemos ni tanta cama, ni tanta comida ni tanto porvenir. Lo sé. Lo sabemos. Sin embargo, eso no nos debe hacer inmunes al dolor ajeno.

Entonces llamo a una persona que sé que de este tema sabe un rato, y lo comento todo con él. Me responde muy a su estilo: directo y firme: «Esto lleva pasando desde hace 20 años. Ellos no quieren quedarse aquí sino irse a la península para encontrarse con su familia allí o en otros lugares de Europa. Si cada año llegan 20.000 personas a las islas, desde hace veinte, y no les damos una salida, tendríamos aquí a cuatrocientos mil tíos». Todo eso lo sé. Lo sabemos. Ninguno de ellos quiere permanecer toda su vida en nuestro archipiélago, por muy paradisiaco que sea.

Quieren llegar a Francia, a Bélgica o a Inglaterra para reencontrarse con aquellos que iniciaron un viaje -para algunos a la gloria y para otros al infierno- anteriormente. Porque el que no muere en el mar lo hace poco a poco vagando cada día por las calles de una ciudad que les escupe a la cara que son los marginados, los invisibles, los olvidados. Termino este artículo en un país que no es el mío, pero cuya estampa es la misma. Cuento doce personas deambulando por las calles de un destino europeo.

Pulsa para ver más contenido para ti

Alargando la mano con el deseo de que alguien les dé una limosna. De sentir el frío del canto de un duro acariciándoles la palma. Una y otra vez recogen la mano vacía. Y vacíos se difuminan por un callejón que los llevará a otro y a otro y a otro, hasta que no haya salida y desaparezcan. Nosotros no nos daremos cuenta. Solo notaremos cierto alivio por no tener que apartar la mirada de esa mano que se alarga ante ti, pidiendo vida.

Pulsa para ver más contenido para ti