Opinión | POLÍTICA

Suspensión de la incredulidad

Dependiendo del contexto del relato, al lector conviene prevenirlo, porque si acaba diciendo "no me creo nada" estaremos en una situación muy complicada para el Estado de Derecho

Carles Puigdemont, en su regreso efímero a Catalunya el pasado 8 de agosto. / JORDI COTRINA

Desobedeciendo a quienes alientan el sesteo, intentaré desentrañar para mis lectores el realismo mágico de Cunqueiro, aquel consistente en inventar lo que no era verdad. En definitiva, lo que está pasando en España en este ardiente verano.

Ya que lo sucedido no se corresponde con lo que presenciamos, urge la respuesta a una pregunta imperiosa: ¿fuga o estrategia política?

Trataré de hacerlo siguiendo el método al que aludía Samuel T. Coleridge –filósofo inglés– como necesidad de dotar de suficiente interés humano a los personajes, para que el lector accediera a suspender, voluntariamente, la incredulidad. Es decir, para que consintiera creer todo lo que se le fuera contando.

Dependiendo del contexto del relato, al lector conviene prevenirlo, porque si acaba diciendo "no me creo nada" estaremos en una situación muy complicada para el Estado de Derecho.

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Por orden de aparición en escena, los personajes:

Un juez del Tribunal Supremo, impulsor de la detención, en virtud de una orden judicial. Hombre acostumbrado a la velocidad de una Harley Davidson, que ha mostrado contención tras siete años intentando sentar en el banquillo a quien protagonizó un golpe de Estado y huyó.

La última reserva en el funcionamiento del Estado de Derecho es el poder judicial; atacarlo o desautorizarlo es sembrar una duda esencial sobre la justicia. Y la disyuntiva no admite interpretaciones. O jueces independientes o jueces controlados, pero así no tendremos Estado de Derecho.

El prófugo sucesivo, cuya idea inicial era boicotear la investidura del rival "españolista", forzando su detención en plena sesión parlamentaria. Pudo entrar y salir de España con total impunidad, nadie le vio, nadie le detuvo y desde un estaribel ocasional, denostó al Estado dispuesto a borrar sus delitos.

El alcalde de Barcelona que, sumiso a los concejales indepes, autorizó la convocatoria de un acto público al que acudió el fugitivo para dar un mitin en el alegórico Arco del Triunfo, a pocos metros del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.

El gobierno saliente, de la Generalitat, que ordenó a los Mozos de Escuadra –cuerpo de policía nacionalista, al que ahora se pretende blindar, con su alejamiento táctico de la política– realizar un seguimiento de baja intensidad, para permitir la llegada y salida del president legitim.

Quienes tenían la obligación de detener al huido siguen reivindicando la proporcionalidad, por delante de la vulneración del orden democrático. Línea de defensa manejada por los dirigentes que, en ningún momento, se comprometieron con la defensa de la Constitución, del Estatuto y del derecho de ciudadanía.

Un Ejecutivo condescendiente con sus socios, que desactiva al CNI y a las fuerzas de seguridad del Estado –Guardia Civil y Policía Nacional– que actuaron en consecuencia con las órdenes recibidas. No le vieron entrar ni salir, lo que evidencia enfeudamiento a quienes buscan sin disimulo la secesión.

Medió un acuerdo que contenía la alternativa de entrar en España, dar el mitin, poder burlarse de nuevo de la Justicia y volver a casa. De no haber sido así, el fugitivo hubiera forzado su detención en las inmediaciones del parlamento, donde se celebraba una insólita sesión de investidura, con un discurso del candidato de apenas media hora.

Como director de orquesta, el hombre que mueve los hilos, con un coro dedicado a amenizar una tragicomedia de intriga, zurcida con trampantojos.

Como telón de fondo, el guion de la trama:

El precedente que habilita la tregua de la incredulidad es la ley de Amnistía, en cuya exposición de motivos ya se deduce una crítica al ejercicio de la potestad jurisdiccional, como si el hecho de que los jueces hubiesen ejercido sus funciones fuese una anomalía.

Con los primeros compases se sucedieron los señalamientos públicos a magistrados y una difamación sistémica con la que menoscabar su autoridad.

En la defensa de las bondades de la ley, el Gobierno se ha guarecido en la reconciliación –más bien desinflamación del conflicto– pero los nacionalistas catalanes han reiterado que, si no hay un pacto, recurrirán a la solución unilateral, la secesión.

El auto del Supremo, cuestionando el perdón a la malversación de caudales públicos, dice –sin ambages, hasta en 10 ocasiones– que fue un golpe de Estado y que la amnistía a la carta produce una violación flagrante del principio de igualdad ante la ley.

Como réplica, el amedrentamiento, insinuando querellas por prevaricación, algo insólito e inaceptable, en la medida en que se tolera sin rechistar.

Y, como charretera de cierre, la consagración de la corte de garantías –laboratorio creativo donde se trajina el sistema democrático– como intérprete del derecho penal e instancia de último recurso.

Siendo muy grave la exigencia que subyace al alivio penal, el sueño húmedo –soberanía fiscal y cupo– de la derecha plutocrática es el precio excesivo que pagar, para que el hombre discreto que habla bajito pueda gobernar Cataluña, como comparsa del nacionalismo.

Ha habido que negociar con quienes lo que quieren es marcharse, o que se les transfieran todos los impuestos, lo que hace imposible la solidaridad territorial. Eso llevaría a pensar que el gobierno no puede hacer un pacto que destruya el equilibrio fiscal que vertebra el sistema autonómico. Veremos…

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Nuestra democracia tiene un defecto de fábrica que permite que cada dos por tres la gobernabilidad del país esté en manos de algún partido minoritario, al que contentar con un peaje en forma de traspaso de competencias, amnistías, perdón de deudas, cesión de impuestos...Un proceso sin fin y poco democrático, pues perjudica a la gran mayoría para contentar solo a unos pocos.

En este país de sesteo, uno se pregunta ¿cuántos son los ciudadanos estupefactos e indignados por lo sucedido? ¿Se ha perdido la noción de lo justo y lo injusto, cuando legalidad, civismo, ética o moralidad son conceptos ajenos para muchos que han sucumbido a la indiferencia?

La suspensión de la incredulidad no deja de ser un concepto que se aplica prácticamente a todos los ámbitos de la ficción pero cuya ejecución presenta más dificultad cuanto más realista sea su apariencia.

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Dilectos lectores, activen su sentido crítico, que la función acaba de empezar, la estrategia cambia sobre la marcha y los siete votos solo son la coartada.

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