Opinión | ÁGORA

Ripley

Zaillian no ha ocultado las profundas simpatías comunistas de Highsmith. En la serie lo fundamental es la lucha de clases

Parlament de Cataluña / / ZOWY VOETEN

Si usted, lector o lectora, quiere darse una fiesta, póngase el aire acondicionado, tenga a mano una cerveza fría y lonchitas de ibérico y sírvase la serie Ripley, de Netflix, al inicio de la tarde. Cuando llegue el atardecer, quizá con una brisa agradable, podrá salir a pasear saboreando los ecos del mejor espectáculo televisivo de la temporada. Así podrá olvidarse por un instante de Cataluña, del monstruo que Israel ha creado en su Estado, con esos colonos que imitan al Ku-Klux-Klan, de Ucrania y del sabotaje del Nord-Screen con el que Zelensky nos paga los favores.

Por un largo rato se olvidará de todo eso. Se le impondrán los recuerdos, las comparaciones entre esta versión y las luminosas dos de Alain Delon y de Matt Damon. La serie las supera y Andrew Scott gana la partida a esos grandes mitos. No se trata de talento. Ripley es un carácter, una personalidad, un tipo humano. Esta serie de Steven Zaillian respeta escrupulosamente el universo de Highsmith. No hay un grito, una exageración, un énfasis. Por eso es una historia más sobria, pesimista y cínica que las anteriores. Y sobre todo, más hermosa. Aquí el odio a Norteamérica de Highsmith es más explícito. El contraste entre el turbio mundo de las habitaciones realquiladas de Brooklyn, el mundo de los rateros de poca monta, el de los reptiles de una sangre fría prehistórica, y la rutilante belleza de la vieja Italia, nunca ha sido mejor elevado a desprecio.

El efecto envolvente de la fotografía en blanco y negro de Robert Elswitt te va a perseguir en tu paseo, querido lector, querida lectora, y es tan poderoso, que no quieres ir a la costa Amalfitana, ni a Capri, Atrani, Nápoles, Palermo, o Venecia. Quieres que sigan pasando las fotos. Sabes que nunca estarás allí, y este es el efecto mágico de la imagen de la serie. Es más real e intensa la fotografía que cualquier cosa que imagines que podrías experimentar sobre el terreno. Nunca estarás al otro lado de un cámara que filme lo que ves en esta serie. Y eso es lo que hace que, como si estuvieras ante la linterna mágica, quieras que pasen una y otra vez los fotogramas, al ritmo de la música siciliana de Jeff Russo, el que compone la música a la serie Fargo.

La historia se sabe, pero ¿a quién le importa? Todo lo que quieres es que la vida de Ripley continúe porque, si de algo queda convencido el espectador, es de que lo que está viendo, te lo están mostrando los ojos de ese tipo vacío, sí, pero que busca llenar ese vacío con lo mejor que tengan los demás. Sólo un tipo que duerme sobre un camastro desordenado en Nueva York puede mirar la belleza de la vieja Europa con un asombro tan profundo. Ese asombro es el que nos traslada la serie, fotograma a fotograma. Por supuesto, esa experiencia produce desde el primer momento en Ripley la más firme decisión. "Esto ha de ser mío". Es una cuestión instintiva, animal. No hay talento ni plan. Es una decisión fulminante. Verse donde está el otro. Tenerlo todo.

Zaillian no ha ocultado las profundas simpatías comunistas de Highsmith. En la serie lo fundamental es la lucha de clases. Aquí nadie se engaña acerca del reino futuro de la utopía. Se trata de la legitimidad de los propietarios de todo. Ripley lo tiene claro. Ninguna. Él se sabe mejor en todo que los hijos de los millonarios. Él los conoce. Son confiados y crédulos, pero sobre todo incapaces de nada intenso, fuerte, real. Son pequeños diablos sin historia que se imaginan que él es un candidato a serlo. Pero no es así. Su vacío es tan intenso como su ambición, pero esta está sostenida por su capacidad de asombrarse ante la belleza de las cosas. Para Highsmith también el ser humano se salva por el arte. Ripley es la contrapartida de Caravaggio. El expresionismo del pintor explicita la sobriedad gestual de Ripley. Su gélida austeridad es la que lo inclina a la admiración de ese mundo torturado de luz y de sombras.

En suma, Ripley justifica este hábito de ver series en lugar de escuchar a los tertulianos de los noticieros. Pero cuando regreso a casa y comienzo a acordarme de lo que quiero olvidar, me sacude un escalofrío. Ripley es también el amigo americano. La primera novela se publicó en pleno Plan Marshall, en 1955. ¿Y si la historia de Highsmith fuera una alegoría barroca de las relaciones entre EEUU y Europa? Todos los europeos de la película, incluso el más astuto de los detectives, no pueden ni imaginar de lo que es capaz este extraño e insignificante tipo. Pueden sospechar que hay algo turbio. Pero ninguno imagina de lo que es capaz.

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Por eso la clave de la adaptación está en la conversación del policía en el último capítulo. Ese policía, curtido en el Bronx, puede imaginar. Sólo él, y al instante. Cuando escucho las noticias sobre Gaza, sobre el sabotaje al Nord Stream y su relación con Ucrania, cuando veo a los colonos de Israel entrar en Cisjordania como los hombres de Klan, un escalofrío recorre mi cuerpo. Entonces la Ripleyad, esa historia sucia de un criminal que lo quiere todo, viene a mi mente. Ya Wim Wenders en su adaptación de The Ripley’s Game nos dijo de qué iba el juego del amigo americano. De arrastrarnos al vacío, a la ambición, al crimen.

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