Opinión
Frasier
Cada capítulo está cargado de humor inteligente y, entre líneas, siempre sale a relucir alguna reflexión profunda que te hace cuestionarte a ti mismo
Kelsey Grammer como Frasier Crane. / ARCHIVO
Nuestra vida está llena de alegrías y de tristezas. De momentos de dicha en los que rebosamos e irradiamos luz allá por donde vamos y de momentos en los que las sombras nos envuelven con su abrazo. Uno puede sentir congoja por varias razones: la pérdida de un ser querido, la ruptura de una relación, un cambio de empleo o cualquier otra razón que active nuestra pena.
A lo largo de nuestra vida nos han enseñado que solo podemos entristecernos por cosas serias. «No es para tanto, por eso no debes ponerte así» o «Venga, sonríe, no pongas esa cara» y también «Hay cosas peores en el mundo». ¿Les han hecho alguna vez este tipo de comentarios? A mí sí. Lo que me llevó a crecer con la creencia de que solo tenía permiso de sentir melancolía según el rasero con el que otros miden esa emoción. Hoy en día he aprendido a escuchar a mi cuerpo y a mi alma y me pongo triste por aquello que para mí es importante. Y punto. Por eso me angustio cuando termino un libro con el que conecté de forma profunda o finaliza una serie con la que he sido muy feliz durante meses.
Mi marido, con el que me aficioné a los clásicos, sobre todo al cine en blanco y negro, me decía constantemente «Me encantaría que vieras las series de mi época». Concretamente se refería a: Cheers, Seinfeld y Frasier. La primera aún no la he visto, pues no la encuentro en ninguna de las plataformas que utilizo. La segunda la vi el verano pasado y me divertí muchísimo. Huelga decir que probablemente esa serie en la actualidad estaría vetada por políticamente incorrecta. Pero tanto el cine clásico como ese tipo de programas hay que verlos con la visión de cómo era la sociedad en aquel momento. Centrémonos en la tercera, Frasier, la historia de dos hermanos psiquiatras completamente esnobs y neuróticos a los que todo les sale mal. Cada capítulo está cargado de humor inteligente y, entre líneas, siempre sale a relucir alguna reflexión profunda que te hace cuestionarte a ti mismo. Sin embargo, lo que me llama mucho la atención de este programa televisivo es la fuerte moral que intenta transmitir al espectador a través de sus personajes.
El concepto de hacer siempre el bien, de responsabilizarse de los actos individuales y de sus consecuencias, de mirar hacia adentro para enfrentarse con la oscuridad de cada uno y arrojarle luz o la importancia de la palabra. Recuerdo que cuando era niña mi padre siempre decía «Una persona vale lo que vale su palabra» además de «Lo que se dice y lo que se hace deben ir de la mano». Frasier pone en alza este valor como característica sine qua non del ser humano. Y es reconfortante. Me queda solo una temporada para finalizarla y estoy triste porque echaré de menos a Frasier, a Neil, a Martin, a Daphne, a Roz y a Eddie, el perro, que menudo actorazo es el chucho. Estoy triste porque he sido feliz viendo cada uno de esos episodios. Y cuando la felicidad se acaba -o se transforma- duele un poquito. Y me lo pienso permitir, a pesar de que haya quienes digan lo de «No te puedes poner triste porque acabe una serie». Sí que puedo y es algo que solo decido yo. Ojalá que pronto retransmitan Cheers. Mi marido tenía razón, las series de su época molan muchísimo.
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