Opinión | ARENAS MOVEDIZAS

Y el boxeo nos parecía violento

La viralidad y un patriotismo extraño han acabado entronizando a un profesional del mamporro que besa la calva a un rey

El luchador español Ilia Topuria besa a Juan Carlos I tras vencer a Max Holloway.

¿En qué momento comenzamos a denostar el boxeo para entusiasmarnos con las artes marciales mixtas? Debo de haberme perdido en mitad de las turbulencias habidas entre esa generación que se quedó en Mike Tyson y esa otra que considera anticuado un combate de los pesos pesados en el MGM de Las Vegas y se despierta una madrugada para ver al hispanogeorgiano Topuria tumbar de dos puñetazos al aspirante al campeonato. Entre medias de una y otra época, entre Las Vegas y Abu Dhabi, para acumular tal cantidad de aficionados pasionales algo deben de haber influido los streamers, YouTube y las miles de horas de lucha libre en televisión de la WWA, aquella de Batista, John Cena y El Enterrador, que fueron preparando a las nuevas generaciones para entregarse incondicionalmente para lo que vendría después.

Y lo que ha venido después, revestido con la vitola de último fenómeno mundial que sale de España, es un muchacho joven, fanfarrón con trazas de no mal tipo, con aires de macarra de arrabal, que habla un más que correcto inglés y suelta hostias como panes con el beneplácito de la concurrencia, una audiencia diferente a aquella generación woke que condenó, primero a Mazinger Z, y luego al boxeo, a su exilio de las televisiones generalistas y lo relegó a las madrugadas. El boxeo compite ahora con la teletienda, el póker online y extrañas cadenas de televisión digital terrestre cuyo falso público se mensajea con otro igual de falso mientras una muchacha o un muchacho se acarician a un lado de la pantalla. Lo políticamente correcto acabó diluyendo el interés de varias generaciones de aficionados españoles a Urtain, Dum Dum Pacheco, Perico Fernández, Alfredo Evangelista, Poli Díaz o Javier Castillejo. Y sin embargo, han proclamado a Topuria en banda ancha. La eterna contradicción. Topuria ha convertido la madrugada en un mini prime time para cafeteros de la lucha extrema.

No me gustan las artes marciales mixtas y me resulta indiferente el hispanogeorgiano. No obstante, es un fenómeno nacional, una histeria tuitera con la bendición de las audiencias y espacio franco reservado en los informativos. No se puede andar por la vida como si no existiera. El boxeo ya no arrastra pasiones, salvo detrás de las bambalinas y de la tramoya. El pugilismo encierra el encanto de las causas perdidas. Lo atractivo era la historia detrás del boxeador, el olor a linimento y a virutas de humo de puro procedente de los asientos vip, el griterío de la masa, la soledad del púgil, la adolescencia difícil que parecía aunar a todos en un mismo perfil alrededor de la desgracia. Al final tocaba contar la historia del juguete roto en que mutaban los ídolos de barro, repudiados de ese escenario de turbiedad a la siciliana que rodeaba a muchos grandes campeones con el rostro convertido en una pepperoni, como la que se le quedaba a Rocky tras pelear con Apollo.

Pulsa para ver más contenido para ti

Al contrario de lo que ocurrió con el boxeo (diarios generalistas que mutean los combates, cadenas de televisión que un día dejaron de emitirlos), los woke de la izquierda exquisita han puesto media sordina a la exhibición de artes marciales mixtas. El club de la lucha. La profecía distópica de Chuck Palahniuk. Tiempos nuevos. Qué historia no habrá detrás de un tipo dispuesto a que le partan la cara ante millones de telespectadores. Presiento que esa violencia extrema solo representa las bondades del deporte mientras tiene lugar la fase de entrenamiento, de preparación, las horas frente al saco y los asaltos con los sparring. Actividad deportiva o espectáculo extremo. Hay deportes que dejan de serlo cuando los luchadores saltan a una jaula para atizarse y el suelo de la gayola comienza a mancharse de sangre. No sé si ahí acaba el deporte, pero estoy seguro de que empieza otra cosa, dos tipos machacándose a golpes, rompiéndose cosas, empleando codos y rodillas contra costillas y caras. La sangre brotando y arrasando en audiencias. Ya no hay luchadores que se llamen Sugar Ray. Hay reyes del ring y del streaming en el circo de gladiadores del siglo XXI. Para oficializar la sangría, el espectáculo acaba en victoria con un beso en la cabeza de un rey sin corona.