Opinión | UNA IBICENCA FUERA DE IBIZA

La cámara de fotos

El tiempo resulta ser el maestro más fidedigno para señalarnos las cosas que importan

La cámara de fotos. / Pexels

Una vez de niña tuve uno de esos sueños vívidos. Tanto, que a día de hoy, todavía lo recuerdo. Era totalmente consciente de que estaba durmiendo, de que soñaba, cuando irrumpió un explorador diciendo que venía del futuro. Me traía una cámara de fotos, de esas tipo réflex. Me la regaló y se marchó de vuelta rumbo a otro tiempo. Al despertarme no recordaba su cara o, pero me quedé totalmente convencida, desde aquella perspectiva de la infancia, de que en algún punto nos reencontraríamos. Que aquel hombre algún día sería mi marido. ¿Quién si no haría semejante travesía, ni más ni menos que al pasado y a tus sueños?

Y, cosas de niñas —al menos las de entonces—, mientras mis amigas suspiraban por qué su futuro se cruzara con el cantante risueño de alguna banda de moda y ser las destinatarias de todas las canciones de amor, yo prefería de largo los exploradores. Los que poblaban esas fantásticas películas, descifrando enigmas, acabando con el villano para salvar al indefenso. Pero por encima de un héroe que me salvara —aún no sabía el tamaño de los peligros que me deparaba la vida—, lo que anhelaba era conocer mundos nuevos, tan distintos a aquella pequeña Ibiza en la que tantas veces me sentí atrapada.

A saber si por eso, aquella mañana del sueño vívido, aunque me desperté sin la más mínima duda de que solo había sido un sueño… busqué la cámara. Entre las sábanas, bajo la cama, revolví cajones. Y nada. Pero durante mucho tiempo después, a veces, me despertaba cualquier otra mañana de otro sueño cualquiera y se me ocurría de repente que quizá no habría mirado bien aquí o allí… y buscaba mi cámara.

Y debo añadir en este punto en defensa de mis amigas y la mía propia, aunque cueste traducirlo al ahora que, por supuesto, cuando fantaseábamos nuestras vidas futuras, ¡estábamos casadas! Y con dos hijos, a poder ser, un niño y una niña. Y una casa con jardín. Y serían maestras o trabajarían en una tienda y solo las más ambiciosas se atrevían a tener una tienda propia. Y yo escribiría, pintaría y haría teatro y si alguna alegaba entonces que solo podía pedirme una cosa, me detenía a repasarlo para responder rotunda que no, que yo lo haría todo. Y hasta ahí llegaba la talla de nuestros sueños despiertos.

Me marché y ellas no y cuando vuelvo, si nos encontramos por casualidad, hablamos del pasado y no del futuro. Toda la vida a destiempo. Y en cuanto a mis sueños, tuve uno reincidente durante años en que una cucaracha me trepaba por el cuerpo, me recorría la cara y apretaba fuerte los labios incapaz de moverme. Se acabó junto a casi todo lo malo cuando abandoné la isla huyendo precisamente de un marido que sería el villano en cualquier película.

Y lo sé, lo lógico sería decir aquí que un sueño perdido de la infancia es una menudencia en el contexto de toda una vida, pero, ¿lo es si cuarenta años después todavía lo recuerdo? El tiempo resulta ser el maestro más fidedigno para señalarnos las cosas que importan. Se lo cuento cuarenta años después porque la otra mañana, a saber qué estaría soñando, desperté con aquella vieja y conocida clarividencia. No la de caer en la cuenta que no había mirado en una caja de zapatos en lo alto del armario, sino cayendo en que todo aquel viaje que partía del sueño de entonces sueño al más real de los futuros... había sucedido. Fielmente.

El tiempo resulta ser el maestro más fidedigno para señalarnos las cosas que importan

Fue una de esas raras ocasiones en que la vida entera pasa ante tus ojos. Con lo a tientas que miramos al futuro y qué claro se ve, paso por paso, el camino que recorrimos para llegar aquí. Ahí está, mírenla, en una sección de honor en la estantería mi Pentax réflex analógica que, con tanta ilusión compré, rodeada de otra docena de cámaras; algunas que me han acompañado en viajes de ida; otras, que he encontrado en remotas tiendas de antigüedades para acompañarme de vuelta. ¿Cómo no había caído en las exposiciones fotográficas que he tenido el privilegio de protagonizar? ¡Pero si he expuesto en el mismísimo escaparate de Fnac de Callao en Madrid! ¡Si me han invitado a dar conferencias, incluso internacionales, para narrar las historias detrás de las cámaras de fotos! Pero si incluso publiqué un libro de fotografías sin ser fotógrafo en absoluto, que yo soy otra cosa que pinta y escribe. Sin jamás de los jamases haber aspirado a tanto como jamás tuve el permiso de soñar que escribiría en las páginas de un periódico.

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Era yo. Siempre fui yo el explorador. Aunque en una isla tan pequeña y en un tiempo tan estrecho le di la única forma que estaba programada para entender. Y hasta me pareció, el otro día, que perfectamente habría viajado, en sueños, para colarme en los de una niña pequeña para decirle —para decirme, porque alguien tiene que decirnos— que sí, a todo lo que te propongas, sí. ¡Por supuesto que siempre fui yo! ¿Quién si no yo me llevaría de aventuras y me salvaría de los monstruos del camino? ¿Quién mejor para hacerme el regalo certero? Que no era, por cierto, una cámara, sino... buscarla.

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