Opinión | UNA IBICENCA FUERA DE IBIZA

Por puro pacer

 Pacer requiere curiosidad, ganas y tiempo

Los beneficios del empleado afectan al IRPF en vacaciones / Bcn

Paso por delante del sitio de las fotocopias y está cerrado por vacaciones. Bien por él. Me contó el hombre que lo regenta desde hace décadas que ha comprado el edificio un fondo buitre propiedad de un par de apellidos que conocemos todos. Le acaba el contrato en enero y aunque no le han informado formalmente sabe que van a convertirlo de arriba abajo en apartamentos turísticos.

Dicen que “uno no es de donde nace sino con quien pace”, pero paseando por las calles de Madrid en agosto constato —una vez más— cuánto importa dónde naces. Calles casi desiertas de vecinos de los de toda la vida reemplazados por turistas más pendientes de Google Maps que de la arquitectura arrastrando una maleta esquivando a quienes duermen entre cartones. Desprenden olor a orines recalentados las persianas bajadas con un folio anunciando una tregua: “Cerrado por vacaciones”, “Cerrado hasta el 31 de agosto”. Algo inverosímil para alguien nacido en Ibiza con la palabra ‘temporada’ en lo más alto del vocabulario, suspirando porque llegue la temporada y suspirando más hondo porque la maldita temporada termine.

Pero tampoco advertiría el disparate de apostar todo a la incertidumbre de la temporada o el ladrillo si no viviera en lugares de persianas bajadas, a veces, la última quincena de agosto; otras, por liquidación por cierre. No, yo creo que no eres de donde naces o con quien paces, sino que ves el mundo desde los ojos con los que naces con la mirada educada en todos y cada uno de los lugares en que paces. Pero para pacer un lugar no bastan —con suerte— 15 días y —con suerte— unas cervezas en una terraza en primera línea. Pacer requiere curiosidad, ganas y tiempo. Miren a Phileas Fogg, que pisó con su sombrero de copa ocho ciudades en 80 días más otras tantas entre escalas y vicisitudes. Porque míster Fogg no quería aquel ‘conocer’ del diccionario: “1. Averiguar por el ejercicio de las facultades intelectuales la naturaleza, cualidades y relaciones de las cosas; 2. Entender, advertir, saber, echar de ver a alguien o algo; 3. Percibir el objeto como distinto de todo lo que no es él; 4. Tener trato y comunicación con alguien; 5. Experimentar, sentir”. No, qué va. Todo lo que quería era ganar una apuesta y por eso hizo lo contrario a lo que haría un viajero verdadero: perseguir la línea más corta entre los puntos. Buscar un atajo es mucho más que de vagos, de cobardes.

Pacer es cuestión de tiempo. Bajar la persiana —con suerte— quince días para ir —con suerte— a Ibiza a disfrutar de un desayuno continental son vacaciones, es necesario, pero no es pacer. Hacer una hora de cola para sacar el mismo selfi en el punto exacto que los cien turistas que hay delante de ti y los cien que empujan por detrás no es delito, pero no es pacer. Es otra cosa. Quiero decir que uno vuelve más moreno, más gordo, más descansado o más cansado. Más sin saldo en la tarjeta, pero vuelve mirando a los que duermen en los portales de lo que antes fueran casas y las ganas de que se acabe de una vez otra maldita temporada con los mismos ojos que se fueron.

Pero este pacer, ¡pacer de verdad! es extensible a casi todo. Uno no debería hablar de lo que hay que hacer con Afganistán o con Gaza sin haber hablado con cien afganos —mejor afganas— y gazatíes primero. Ni de ‘cómo solucionaría yo lo de Cataluña’, ‘lo del País Vasco’, ‘lo de la turismofobia’, ‘lo de los trans’, ‘lo de los menas’, ‘lo del aceite de oliva’ o ‘la vivienda’… sin haber vivido cien días como mínimo, allí, paciendo entre olivares y cartones.

Persiana echada de un local cerrado en la calle Juanelo. / ALBA VIGARAY

Frente a la copistería caigo en que no estaré cuando cuelgue su último cartel, anunciando la liquidación y el cierre. En diciembre me marcho, tres meses —o un visado—, que es desde mis ojos nacidos en Ibiza y crecidos en tantos sitios el tiempo mínimo necesario para poder conocer otro mundo y sobra para que a mi vuelta me toque reconocer este. Me perderé los andamios, otra obra ruidosa que borre todo rastro de fotocopias, y prensa y postales que reemplazarán el rodar de maletas de algún turista impasible a la desgracia de la que será cómplice necesario. Pero, a fin de cuentas, no será más que otro pobre desgraciado que en algún lugar suspira por colgar un folio en una persiana. Y porque él como nosotros sabe que cuatro días con tres noches aquí y otros cuatro allá dan para estar de paso, más ocasionalmente que aprovechando la ocasión de preguntarse, por ejemplo, dónde vivirían esas personas antes que en una acera de Madrid o en el asiento de atrás de un coche en la explanada junto a una discoteca de Ibiza.

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Y no soy en absoluto objetiva, pero se me ocurre que no hay nada más absurdo que darle vueltas al mundo, en ochenta selfis en los que el foco soy yo con mi sombrero de copa y quizá lo que el mundo necesita es que viajemos, sí, pero para detenernos un tiempo en un solo lugar. Uno, solo uno, ¡el que sea! El tiempo necesario para conocerlo que es conocer a sus vecinos. Aunque no sirva de nada... Por puro pacer.

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