Opinión | VIERNES SOCIALES
Emilia
Hoy, después del tanatorio, he leído todos los mensajes que nos enviamos. Hablamos de paseos, de hijos, de los maridos, de las clases, otra vez de los libros
Alumnos en una clase. / Ramón Gabriel
Mi madre siempre pensó que eras un buque de guerra, a lo mejor porque te conoció, como yo, hace treinta y dos años, en nuestro primer año como profesoras, en un turno vespertino (los alumnos lo llamaban el despertino).
Allí aprendimos a convivir con la policía que acudía a las peleas de casi todos los viernes, que un mapa enrollado y blandido como lanza por un conserje puede servir como arma defensiva, y que cualquier alumno es recuperable si se le dan la dedicación y el cariño necesarios.
Coincidimos también en Navalmoral, donde compartimos exámenes de conducir, motores calados, nieblas, rampas traicioneras y alumnos que tenían la gran diversión de verme aparcar, mientras nos recomendábamos lecturas, y nos poníamos al día.
Por solidaridad, yo ni sonreía cuando me contabas que en tus viajes a Trujillo temías no salir con vida de las rotondas. Estaba claro que conducir nunca fue lo nuestro. Íbamos al parque con los niños, Alicia, los dos Alfonsos, y con Pilar, y me enseñaste a montar la silla del coche, esas cosas prácticas para las que siempre he sido una inútil.
Hoy, después del tanatorio, he leído todos los mensajes que nos enviamos. Hablamos de paseos, de hijos, de los maridos, de las clases, otra vez de los libros. Siempre buscábamos huecos para andar como poseídas mientras nos quedábamos sin aliento de tantas palabras juntas.
Mi madre te consideraba un buque de guerra, y yo siempre creí que era porque podías con todo, porque eras una luchadora.
Lo eras, Emilia, pero mi madre te llamaba así porque nos protegías, porque eras un refugio, un hogar, unos brazos siempre abiertos para esos abrazos de oso que reconfortaban tanto. Y porque te atrevías a decir lo que pensabas, sin tapujos.
Dividías el mundo en cretinos, majaderos y los demás.
Gracias por dejarme pensar que me incluías en estos últimos. Gracias por mirar la vida con tus ojos tan bonitos, por compartirla conmigo, por tus hijos, que son tu herencia, gracias por ser esta mujer excepcional con la que ya no pasearé nunca ni me reiré de memeces educativas ni sabré con certeza por qué se da clase, por qué nos dedicamos a esta profesión a veces ingrata, y otras tan agradecida.
Gracias por la amistad que resiste traslados y distancias, hecha a la medida de algo que no se puede cuantificar, gracias por vivir ajena a toda clasificación o gramática, por ser una excepción a la regla, una profesora, una amiga, un buque de guerra, una persona inconmensurable.
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