Opinión | LA SUERTE DE BESAR

En chándal y con tacones

Comer y cocinar son un placer. Ir al supermercado es el peaje a pagar para disfrutar de las dos primeras

Imagen de un supermercado / Pexels

Comer es un placer. Cocinar, también. Ir al supermercado es el peaje a pagar para disfrutar de las dos primeras afirmaciones. Reconozco que no es un peaje doloroso. Si no fuera por el momento traumático en el que confirmas que, lo que antes costaba 10, ahora cuesta 30, ir a por comida es un buen plan.

Me gusta pasear por los pasillos repantigada sobre el carrito. Escudriñar ingredientes, comparar precios, revisar calidades, pesar la fruta, tocar la verdura. Disfruto eligiendo carne o embutidos. Me encantan las delicatesen y lo paso bien hablando con los dependientes. Este jamón parece más curado que el otro, he leído que los quesos de leche no pasteurizada son más sanos, mataría por probar un pedazo de aquel manchego.

El tiempo que dedico a la compra semanal es un buen momento. Odio tener que subir las bolsas, cargar con la leche y tener que colocarlo todo, pero eso es otro tema. Lo importante aquí es la experiencia como consumidora. Es chula.

Ir al supermercado es, también, ir a por productos de limpieza. Para alguien con perfil de fácil obsesión con las superficies brillantes y los baños impolutos, el asunto no es baladí. Sé dónde venden ese spray antibacteriano perfecto y conozco las ofertas de los detergentes para el suelo que me recuerdan al olor de sábanas limpias.

Puedo lidiar con las colas que se forman en las cajas, no pierdo los nervios si el cliente de delante tarda una eternidad en rellenar sus bolsas y tampoco me enfado con el comprador jeta que se pone a correr y que se cuela al escuchar la instrucción de: "Abrimos nueva caja y pueden pasar respetando el orden de la fila". Ninguno de estos supuestos me genera un problema, pero sí lo es el hecho de que, ahora, ir al súper equivalga a ir a ligar. ¿Por qué? Porque suelo ir a rellenar la nevera bastante mal vestida y con la cara lavada. De hecho, soy muy fan de la prenda que está en las antípodas de la seducción: el chándal. Así que, ¿cómo enfrentarme al nuevo escenario?

No voy a poder relajarme en el pasillo de las chocolatinas porque ¿qué pensará de mí el ejecutivo cachas que se pasea desenfadado y descamisado entre tabletas y tarros de Nocilla? La imagen de mí misma eligiendo una pizza congelada y vistiendo un pantalón gris y amplio, una camiseta XL del 89 y unas deportivas anticuadas es la antítesis de la erótica.

Y ya no hablemos si un hombre atractivo tiene a bien chocar su carro con el mío y descubre que cargo con sardinillas, por aquello de que tienen mucho calcio y previenen la osteoporosis, con chucrut, porque acabo de leer que es una fuente de probióticos, y con una bandeja de pavo bajo en sal, porque con la edad el metabolismo ya no es lo que era.

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Renovarse o morir: me aliso el pelo, me pongo iluminador, me perfilo los labios, unas gotas de perfume, unos buenos tacones y ya. Lista para cargar con doce botellas de leche, diez kilos de patatas, tres docenas de huevos y no morir en el intento, mientras le hago morritos al bombón con quien me cruzo en la zona de conservas. Nuevos tiempos, nuevas formas de comprar, pero sin renunciar al chándal.

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