Opinión | MACONDO EN EL RETROVISOR

Si no lo parece, ¿no es?

A las mujeres nos repiten desde pequeñas que tenemos que ser precavidas, no frecuentar según qué sitios o que no deberíamos caminar solas por la calle de noche

Gisèle Pelicot, llegando a los juzgados de Aviñón. / AP

Giselle Pélicot es una mujer francesa de 72 años que se enteró un día a través de la policía de que su marido, con el que llevaba casada 50 años y padre de sus tres hijos, le había drogado durante casi 10 años para facilitar que 72 hombres distintos, muchas veces acompañados de él mismo, la violaran en la intimidad de su hogar.

Todos los pormenores de esta historia son espeluznantes, pero de alguna manera, ese último detalle: que los hechos se produjeran en su propia casa, su habitación, su cama, es lo que no se me cae de la imaginación.

A las mujeres nos repiten desde pequeñas que tenemos que ser precavidas, no frecuentar según qué sitios, o que no deberíamos caminar solas por la calle de noche. Tanto, que lo tenemos interiorizado. Como también damos por sentado que todas esas precauciones y miedos se terminan al llegar a casa y cerrar la puerta por dentro.

A esta señora, su esposo, Dominique Pélicot, le ha vejado, utilizado y traicionado cada vez que acordaba otra agresión con un nuevo individuo y planeaba con minuciosidad cada uno de los detalles; pero también, le ha arrebatado para siempre ese concepto de la morada como refugio. Si ya no estamos a salvo ni en casa, apaga y vámonos.

Quizás por eso sea todavía más merecedora de admiración su entereza. Y cuando la pasada semana empezó el juicio en Aviñón contra su esposo, y los otros 51 individuos procesados e identificados gracias a los vídeos existentes, muchos pensamos que lo que sin duda debería pasar a la historia es la lección de dignidad y valentía de la víctima.

Ella fue la que solicitó que el proceso se celebrara a puertas abiertas. Acompañada de sus tres hijos, ha mostrado en cada jornada su cara, mientras que los acusados se mantienen ocultos o embozados. En sus declaraciones, Giselle ha calificado las violaciones de «barbarie». Y sus palabras y su comportamiento dejan bien claro que no tiene nada de lo que avergonzarse o esconderse.

Observándola, serena y firme, es imposible no pensar en esas otras tantas, que como ella sufrieron agresiones, violencia o vejación y que, además, tuvieron después que bajar la cabeza en los tribunales y afrontar especulaciones sobre su proceder y las sentencias paralelas.

Al menos, pese a todo el horror y la sordidez de este caso, dado que se trata de sumisión química, nos deberíamos ahorrar los disparates de otras causas. Giselle debería tener la tranquilidad de que nadie va a cuestionarle sobre por qué no se resistió, o no lo hizo con más vehemencia, si pudo de alguna forma incitar a sus agresores o si en algún momento había disfrutado.

Tampoco debería haber dudas sobre el hecho de que nunca existió un consentimiento por su parte. Era su pareja, el que a través de un foro de una web de adultos invitaba a otros hombres a su casa para que la violaran, mientras estaba inconsciente; y el que grababa y almacenaba en un disco duro las agresiones, dentro de una carpeta cuyo nombre lo resume todo: Abusos.

Un comportamiento tan repugnante y despreciable que lo primero que se nos viene a la cabeza es pensar que deben estar enfermos. Todos y cada uno de ellos. Un mecanismo de defensa para intentar digerir que alguien pueda actuar de una manera tan ruin con su propia esposa.

Aunque una vez más, no sea el caso. Y seguramente sea eso lo que más miedo da. Pensar que los depredadores sexuales, esos seres horribles que hasta hace muy poco en el imaginario colectivo eran individuos de un determinado perfil, oscuros y problemáticos, últimamente no siempre lo son o lo parecen.

En el caso francés, entre los acusados, que tienen entre 21 y 68 años, hay de todo: jubilados, bomberos, periodistas, comerciantes, repartidores y hasta un funcionario de prisiones. Individuos perfectamente integrados a nivel familiar, social y laboral. Muchos de ellos, sin duda, anodinos y grises, con existencias nada reseñables, que seguramente se amparaban en esa mediocridad para no llamar la atención; y que en noches ociosas, acudían a una casa para violar el cuerpo inerte de una mujer de más de 60 años.

Pulsa para ver más contenido para ti

Sin duda ha llegado la hora de cambiar la narrativa para hacerles justicia no sólo penal, sino también social, a las mujeres como Giselle, o a la víctima de la manada en España, y dejar claro que por no parecerlo, no dejan de ser lo que son: violadores, agresores, monstruos.

Pulsa para ver más contenido para ti