Opinión | VERDIALES
Segundas oportunidades
El amor, por muy fundamental que sea, no está garantizado, pero nos resistimos a creerlo, presos de una inmediatez absurda y vacua, irreal, que nos priva del presente
Scarlett Johansson y Adam Driver, en una escena de 'Historia de un matrimonio' / EPE
Nunca, hasta ahora, había releído un libro. No es que no haya vuelto a determinadas páginas de una novela (no mía, me puede la inseguridad), las que contenían los párrafos que más me gustaron, aquellas que dejé marcadas doblando la esquina superior derecha, pues no hay mayor sacrilegio que subrayar, con lápiz o bolígrafo, las hojas que un día, en la mente de su autor, estuvieron en blanco.
De hecho, si las obras de mis librerías estuvieran colocadas al revés, con el lomo hacia dentro, sería fácil distinguir a mis escritores favoritos, mis gustos y preferencias, y hasta mi personalidad: desde las más señaladas, con una doblez tras otra, hasta las que permanecen intactas y, sin embargo, tienen un hueco en la biblioteca de casa.
Me resisto a prestar libros por muchas razones. La principal es que pocas veces regresan a su sitio (todavía me angustio pensando en ese ejemplar de En Gran Central Station me senté y lloré, de Elizabeth Smart, al que no he podido volver). Pero también porque, de hacerlo, quito las marcas de las páginas para no condicionar la lectura del otro, que jamás será propia, y al recuperarlo me siento perdida, confusa, como si me hubieran devuelto otro libro.
Por eso nunca he dejado Años luz, la novela de James Salter que acabo de volver a leer de principio a fin, mi primera relectura completa. Hace casi diez años, cuando la editorial Salamandra la recuperó en España (es de 1975), doblé numerosas páginas, tantas que incluso su autor se quedó sorprendido al darle mi ejemplar para que me lo firmara en su casa de Bridgehampton (Suffolk, Nueva York), donde tuve la suerte de conversar con él.
Y, ahora, una década después, con todo lo vivido, leído y escrito durante ese tiempo, he señalado todavía más hojas. He vuelto a prendarme de su prosa, capaz de narrar la pasión que, pese a todo, desprende una ruptura amorosa. Es eso lo que cuenta Salter, el fracaso de un matrimonio, el de Viri y Nedra, el final de un amor que, en realidad, no se acaba mientras la vida continúa, porque es imposible dejar de querer a la persona con la que aprendiste a amar y a ser amada… ¿O sí?
Me lo pregunto al volver a los párrafos marcados en la novela, a los de hace diez años y a los de ahora, frases que te explican, a ti y a quien duerme a tu lado: "El corazón está a oscuras, sin saber, como esos animales que viven en minas y nunca han visto la luz del día. No tiene lealtades ni esperanzas; cumple su cometido". Y me cuestiono, al releerlos, si te puedes enamorar de nuevo de alguien a quien ya quisiste, lo mismo que a mí me ha vuelto a cautivar la escritura de Salter una década después, siendo una mujer distinta. Ojalá. Sería bonito, tal vez sólo cosa de pura ficción.
Viri y Nedra están inspirados en una pareja a la que el autor conoció, fueron vecinos un tiempo, aunque bien podrían ser algunos de mis amigos o yo misma. El amor, por muy fundamental que sea, no está garantizado, igual que los derechos, pero nos resistimos a creerlo, presos de una inmediatez absurda y vacua, irreal, que nos priva del presente.
Noah Baumbach partió de su propio divorcio, y del de sus padres, para escribir y dirigir Historia de un matrimonio, película en la que Adam Driver y Scarlett Johansson protagonizan una pelea cuyo realismo traspasa la pantalla y estremece, seguramente porque todos tememos llegar a vernos, algún día, en ese papel.
Cuando, en la novela de Salter, los personajes llegan a los 40, mi edad, parecen haber vivido ya lo suficiente de ese sentimiento turbador, quizás irrepetible, que los llevó a casarse y a tener dos hijas, aunque fueran ambas circunstancias sobrevenidas. La pasión entre ellos se ha extinguido, pero no renuncian a volver a experimentarla con otra persona.
Es una decisión valiente, ese momento en el que eliges vivir tu vida, no la de los demás, no la de tu familia, y por eso es admirable… y aterrador. Madurar, a veces, también es eso, escoger la soledad, aunque sea transitoria. Al concederte una segunda oportunidad, estás releyendo tu propia historia, y esa, todavía, no tiene final.
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