Opinión | LE FUMOIR

Vía recta

Gran Mezquita de Damasco. / Shutterstock

La ciudad vieja de Damasco es una ciudadela a franjas, que recuerda en algo al conjunto albinegro del Duomo de Siena. Frente a la esplendorosa Mezquita de los Omeyas, se extiende un zoco cubierto, que protege a vendedores y clientes del sol totalitario del verano. El clima es seco, y recuerda al de Madrid. Damasco no tiene la vibración incesante de El Cairo, pero tampoco la molicie de otras ciudades árabes. Se trabajaba en ella para vivir, aunque estos últimos tiempos vinieron recios y hay que hacer horas extra para ganarse el jornal. Esta tarde, en sus callejas, reina un silencio sólo roto por el rumor saltarín de los dados y las fichas de "taula", el backgammon local al que tan aficionados son los damascenos. Los vendedores no acosan al visitante. Como mucho preguntan curiosos de dónde es uno y le dan la bienvenida en español. El recuerdo de riadas de turistas por el zoco queda ya algo lejano tras el horrendo paréntesis de la guerra. Lo peor de las guerras son las posguerras, como bien sabemos en España. Los retratos del Presidente, del "rais", son ubicuos en la medina. El zoco siempre está con el Gobierno. Es el pulso del país. Las gentes que lo habitan y transitan dan idea de una raza de fenotipos variados. Los hombres muestran un cierto cansancio en su rostro, como si la vida se les estuviera haciendo demasiado onerosa, pero su elegante dignidad no admite derrota. Las mujeres parecen algo más alegres, y rezuman una dulzura que alguno podría confundir con seducción, pero que no lo es necesariamente. Son de natural amables y acumulan gracia y belleza. Una banda de jóvenes chiíes, totalmente vestidos de negro, pasa junto a mí celebrando la fiesta de "Arbaín". Imponen con sus bigotes y sus barbas hirsutas. Se dirigen al Mausoleo del Bautista (“Yahia”, en árabe) en la Mezquita, venerado por su secta. Les sigue una banda de niños de mirada algo desafiante e inocencia largo tiempo perdida. Niños sin infancia. Uno porta una bandera negra con una inscripción kúfica. Dos de ellos, de apenas 10 años, fuman. Recuerdan al protagonista de “Los 400 golpes” o a los del cine quinqui español de los 70. Damasco es una ciudad bíblica a las que sus habitantes llaman "Sham", que es como también se conoce al país en dialecto sirio. Su ciudad vieja es de origen romano, con un decumano que se denomina "Vía recta" y un cardo que el tiempo y la construcción han difuminado. Tras una puerta algo desvencijada, se abre un patio que es un café, donde jóvenes de buen aspecto fuman narguilé y beben tés y zumos. Suena música árabe y el ambiente es chic. Parecen tener todo el tiempo del mundo. No habita en este lugar el hedonismo desbordado de Beirut, pero sí un amor tranquilo por la vida, un "shweia, shweia" ("poco a poco") existencial. Uno puede observar en sus ojos, a un tiempo, la aceptación de la desgracia vivida y la vitalidad como Victoria definitiva, dos caras de la misma moneda. La mirada del sirio no parece encerrar malos sentimientos. Circulando en coche por las afueras, en un recodo de la autopista cubierto de yerba, las familias se agrupan relajadas en pequeños corros, en torno a un infiernillo donde hacen de comer. En ese cuadro de Manet suburbano, las mujeres, veladas y sonrientes, se sientan, pudorosas, sobre sus talones. Los hombres fuman mientras los niños corretean entre los distintos grupos ahí arracimados. Lo que veo me da que pensar. La gente parece, pese a todo, feliz, y uno no puede dejar de preguntarse si ello es resultado de la alegría que procura haber sobrevivido a una guerra, o si se trata de espíritus más elevados que el mío, de almas más desarrolladas que nuestra torturada alma occidental, presa de una pertinaz ansiedad e insatisfacción que intentamos calmar con diazepam, viajes y cursos de yoga. Quizá todo es mucho más fácil, y el secreto de esa serenidad vital de los sirios es no haberse apartado nunca de lo esencial, de la sencillez, de una conjugación adecuada de la idea de tiempo con la de vida, de esa vía recta que perfila el viejo Damasco y el alma de los que la habitan, herederos de casi tres mil años de Historia y de las lecciones que ésta trajo consigo.

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