Opinión | LIMÓN & VINAGRE
Mohamed VI, el rey de lejos
Si se relativizara democráticamente el poder del monarca y se persiguiese eficazmente la gangrena de la corrupción, Marruecos se desmoronaría muy rápidamente como Estado
Mohamed VI. / EPE
Cuando Mohamed VI ascendió al trono en julio de 1999, hace un cuarto de siglo, la palabra más repetida fue en realidad una consigna, “reforma”. Desde Estados Unidos y desde Europa –con voces tan autorizadas como las de Jacques Delors o Felipe González– se aseguró que el nuevo monarca era un joven reformista cuyo objetivo estratégico estaba puesto en los cambios políticos, sociales y jurídicos para convertir el reino en una democracia parlamentaria. Muchos lo creyeron y esa esperanza pareció refrendada cuando, apenas cuatro meses después de acceder al trono, destituyó como ministro de Interior a Driss Basri, quien llevaba nada menos que veinte años en el cargo y era el principal responsable de las ferocidades represivas del criminal régimen de Hassan II. Cuatro semanas antes un incendio sorprendente había destruido una parte sustancial del archivo de la Dirección de Seguridad en Rabat: con toda probabilidad se deshicieron en ceniza cientos, si no miles de expedientes incómodos para el poder.
Debe reconocerse que durante algunos años las reformas, aunque lentas y singularmente prudentes, siguieron su tambaleante camino bajo la anuencia del rey. En realidad poco se sabe de la personalidad y las intimidades de Mohamed VI. Durante su niñez y juventud no estaba permitido que se le sometiera, desde luego, a ningún escrutinio público. Ha facilitado pocas entrevistas y extremadamente controladas. Le gusta la buena vida y jamás ha soportado una presión demasiado prolongada. Entre sus aficiones, las carreras automovilísticas, navegar lujosamente, las comilonas durante horas seguidas de dietas torturantes. Desconfía sistemáticamente de todo el mundo. Ni entre la Corte, ni en la cúpula de las Fuerzas Armadas, ni en los servicios de información tiene gente con la que se relacione más allá de lo estrictamente necesario.
Desde ese punto de vista Mohamed VI ha estado dispuesto a avanzar por el camino de las reformas mientras no supongan una merma de su poder y no afecten en lo esencial al status quo de la oligarquía empresarial marroquí, de la cual el propio rey es el principal representante, con una fortuna personal que se eleva a varios miles de millones de dólares y que no deja de crecer a través de un holding de empresas que se extienden tentacularmente por todo el territorio nacional con todo tipo de complicidades canallas. Por eso mismo, por supuesto, no se ha avanzado un ápice en la lucha contra la corrupción. Si se relativizara democráticamente el poder del monarca y se persiguiese eficazmente la gangrena de la corrupción, Marruecos se desmoronaría muy rápidamente como Estado.
Después de varias reformas legales favorables a la población femenina marroquí, Mohamed VI tuvo a bien aprobar una nueva constitución en 2011. No cabía esperarse que la nueva Carta Magna se debatiera y votara en el Parlamento. El rey montó una comisión que, bajo unas pautas básicas, redactó un proyecto constitucional que, después de varias correcciones cuyo origen nunca fue demasiado seguro, se sometió a referéndum y se ganó con un porcentaje superior al 90%. Es una constitución lampedusiana, provista de pequeñas modificaciones para que no cambie nada importante.
La figura del rey es, de nuevo, intocable: emir de las creyentes y, al mismo tiempo, presidente del Consejo de Ministros. Jefe del Estado, jefe del Gobierno, jefe de la Iglesia. Retiene, asimismo, cierta capacidad normativa. Es el rey, y no la soberanía popular, el centro del sistema político marroquí. Hace algunos años el periodista francés Jean-Pierre Tuquoi se preguntaba cuando se produciría la catástrofe: un rey ausente, enfermizo y cada vez más indolente – Mohamed VI ha llegado a pasar más de medio año consecutivo en París, donde tiene propiedades multimillonarias; un desarrollo económico desigual y lastrado por la corrupción y la pésima administración pública: un dechado de torpeza y falta de profesionalidad.
La respuesta quizás llega con Estados Unidos. Bastó con reconocer el derecho de Marruecos de devorar el Sahara cuando Washington pasó a ocupar el lugar de París para Mohamed VI y su troupe. Con Estados Unidos como hermano mayor (armas, inversiones directas, desarrollo sahariano) todo seguirá marchando como la seda. ¿No ha bastado ese deslizamiento geopolítico para que Pedro Sánchez y el PSOE hayan olvidado al pueblo saharaui sin mediar siquiera explicación alguna? Mohamed VI puede seguir en París o en Ginebra todo el tiempo que quiera y, cuando le dé la gana a su Majestad, tomarse unas vacaciones en Marruecos.
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