Opinión | LAS CUENTAS DE LA VIDA
El cuervo
La pregunta por el arte es sobre todo una pregunta que nos sondea a cada uno de nosotros y abre el futuro a senderos nuevos
El cuervo, un ave de gran inteligencia
Hace años que no escuchaba El cuervo –Die Krähe– del ciclo Viaje de invierno, de Franz Schubert. Anoche, en medio de la tormenta, regresé a este lied en una grabación que no conocía: la del tenor inglés Ian Bostridge con el pianista y compositor Thomas Adès. Sentí algo parecido al terror y comprendí –quizás por primera vez– la honda desolación que provoca la soledad cuando se han roto todos los vínculos previos: los amigos, la familia, el amor que nos consuela.
Mi versión de referencia es la de Hans Hotter, el gran bajo-barítono wagneriano, que interpreta este ciclo como un dios lejano pero misericordioso que contempla con dolor el sufrimiento de su hijo vagabundo. Hotter, por así decirlo, nunca renuncia a la esperanza de la redención. Bostridge, en cambio, subraya el horror de la naturaleza caída arrastrando un ritmo lento y agónico que anuncia la locura. Su voz no es hermosa, pero nadie piensa que un viaje de invierno tenga que serlo. Aquí lo que importa es algo distinto, algo sobrecogedor que no sé muy bien cómo definir. Cuando me quedé dormido, aún relampagueaba sobre el mar. La lluvia y el viento ejercieron su labor hipnótica, como de canción de cuna. Seguimos siendo niños incluso cuando nos adentramos en los dominios de la edad madura.
Al despertarme la mañana siguiente, recordé una etimología que le debo a Erik Varden: la palabra persona, en griego, se forma con una doble partícula que sugiere el encuentro de dos miradas. Nos convertimos en personas cuando miramos y somos mirados, cuando reconocemos y somos reconocidos. Si uno sólo se ve a sí mismo –como sucede en el mito de Narciso–, entonces algo muy hondo se pierde. En cierto modo, nuestra propia humanidad queda incompleta.
Al optar por una lectura expresionista del lied de Schubert –tan auspiciada además por los versos de Wilhelm Müller que se cantan en el Viaje de invierno–, Bostridge nos muestra el camino que ha seguido la humanidad en estos dos últimos siglos. La Ilustración ha desembocado en una experiencia particularmente trágica de la soledad. La caída de los mitos que sustentaban un credo común y de las instituciones que mediaban entre los hombres ha dado lugar a una atomización del individuo, en la que ya apenas se reconoce al otro como semejante. Nos movemos entre el sentimentalismo, la indiferencia y la enemistad, de forma alterna o sincrónica. Oculto bajo nuestro cuerpo se agazapa el cuervo de Schubert, que nos devora lentamente sin piedad.
La pregunta por el arte es sobre todo una pregunta que nos sondea a cada uno de nosotros y abre el futuro a senderos nuevos. El romanticismo de Schubert, con su carga de angustia, se traduce en nuestra época con todos los ingredientes del siglo XX: la destrucción masiva, el totalitarismo, el uso indiscriminado de la propaganda, la música rock… Ninguna sociedad puede salir indemne de estas experiencias, tampoco ninguna recreación que intentemos hacer del pasado o del presente. Como el vagabundo que canta en el Viaje de invierno, peregrinamos en busca de un auténtico hogar. La civilización nace así de un simple gesto repetido en el tiempo: una mano que acoge, unos ojos que te reconocen. Una mano y unos ojos, diríamos, que nos preserven de la descomposición.
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