EL OBSERVATORIO

La desigualdad en tiempos de crisis y pandemias

Según NNUU, más de dos tercios de la población mundial vive en países donde la desigualdad ha crecido, lo que aumenta la inestabilidad política y los conflictos sociales

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El análisis de la historia y la memoria deben servir precisamente para aprender de ella, para incorporar las lecciones aprendidas y proyectar el futuro intentando no repetir los errores del pasado. Si miramos atrás podemos ver cómo cada vez que una epidemia, y mucho más una pandemia ha golpeado a nuestras sociedades, las desigualdades se han acrecentado -ocurrió así durante la llamada epidemia de gripe española de 1918 y se han repetido prácticamente todos los episodios que hoy conocemos-.

Dentro de ellas aumenta especialmente la desigualdad de género, pues las mujeres seguimos estando más expuestas al constituir un pilar fundamental de la sociedad del cuidado, incluyendo los sistemas de Salud, y formamos parte de contextos económicos y sociales más vulnerables.

Lo cierto es que la propia desigualdad tiene hoy "parámetros de pandemia", se ha extendido por todos los continentes, también a las sociedades de mayor desarrollo, afectando a mucha gente e instalándose de forma endémica en algunos lugares.

Los datos de cualquier estudio internacional son tan abrumadores como obscenos; el 10 % de la población mundial acumula el 48 % de la riqueza y la mayoría más pobre aumenta su exclusión. Es decir, El 1 % más rico de la población tiene cada vez más dinero, mientras que el 40 % más pobre obtiene menos de un 25% de los ingresos.

En pleno siglo XXI, según Naciones Unidas (NNUU), más de dos tercios de la población mundial vive en países donde la desigualdad ha crecido. Este hecho, por sí mismo, constituye uno de los mayores retos de nuestro tiempo, pero además es el responsable de otros muchos, pues la historia también nos ha demostrado que las diferencias económicas y sociales aumentan la inestabilidad política, erosionan la confianza en los gobiernos y aumentan los conflictos sociales.

Como diría el secretario general de NNUU, Antonio Guterres, la disparidad de ingresos y la falta de oportunidades "están creando un círculo vicioso de desigualdad, frustración y descontento entre generaciones". Esta innegable realidad es especialmente relevante en regiones como América Latina, una región con los niveles de desigualdad más altos del mundo que, sin embargo, ha demostrado una realidad: que puede cambiar si existe voluntad política.

De la misma forma que las pandemias se combaten con compromiso político, inversión en sistemas de salud e investigación, conexión entre la ciencia y la toma de decisiones y políticas públicas de protección social, la desigualdad se aborda necesariamente aplicando política fiscal progresiva redistribuyendo de forma justa la riqueza, poniendo el acento, además, en las causas "predistributivas" y protegiendo las clases medias más vulnerables.

En definitiva, combatir la desigualdad y construir sociedades cohesionadas socialmente pasa inexcusablemente poder subir los impuestos a las clases más adineradas, para proteger a las clases más populares y trabajadores y las familias medias.

Sin embargo, existen fuertes resistencias a ello, no es casual que, en un momento donde las clases más ricas ejercen una mayor influencia sobre la política mientras las clases más populares se distancian cada vez mas de ella, asistamos a una reducción general de los impuestos a las clases más altas, tanto en los países desarrollados como en los en desarrollo (del 66% en 1981 al 43% en 2018).

Necesitamos un nuevo contrato social capaz de poner en marcha esta apuesta especialmente cuando nos enfrentamos a una transición hacia sociedades más sostenibles que pueden aumentar más la realidad desigual si no nos ocupamos de ella. Un contrato social que debería basarse en un amplio consenso, algo que conviene recordar, especialmente en estos días de mensajes cruzados y campaña electoral.