POLONIA ACOGE REFUGIADOS

Desde Dorohusk, zona cero del éxodo ucraniano: “No vengáis, ayudad desde España”

Este es el día a día en Dorohusk, un pequeño pueblo de poco más de 500 habitantes. El último de Polonia antes de entrar en Ucrania. Un remoto enclave rural en el que hay poco que hacer y al que sólo se va para acceder al país vecino

Foto de niños ucranianos jugando en Dorohusk, en la frontera de Polonia con Ucrania / David López Frías

Una niña de 5 años, vestida de rosa, corre por la cuneta de una carretera en la frontera de Polonia con Ucrania. Se va riendo porque en un puesto próximo le han regalado caramelos. Se detiene cuando llega a su madre y se los enseña. La mujer fuerza una sonrisa y gira la cabeza hacia otro lado. No quiere que la pequeña le vea la cara. Está llorando porque le han dicho que a su marido lo mataron anoche en Kiev. La niña, ajena a todo, va a mostrarle los caramelos a su tía.

Este es el día a día en Dorohusk, un pequeño pueblo de poco más de 500 habitantes. El último de Polonia antes de entrar en Ucrania. Un remoto enclave rural en el que hay poco que hacer y al que sólo se va para acceder al país vecino. O para escapar de allí, como viene sucediendo desde la semana pasada. Dorohusk es el paso por el que está huyendo la mayor parte de exiliados ucranianos. Un pueblo en el que nunca pasa nada y ahora se ha convertido en la ‘zona cero’ del éxodo de los refugiados ucranianos.

Llegan durante todo el día. En coches particulares o en autocares procedentes de varios puntos de Ucrania. La mayor parte vienen desde Lutsk, la ciudad más próxima a este paso fronterizo. Pero también desde Lviv o incluso desde Kiev, a más de 500 kilómetros de allí. La proximidad a la frontera no es el principal criterio a la hora de elegir la salida del país. En ocasiones se dirigen a un punto concreto porque allí les espera alguien. Un familiar, un amigo, un conocido o una familia polaca que se ha comprometido a acogerlos.

El primer punto de avituallamiento se lo encuentran tal y como cruzan la frontera, a las afueras de Dorohusk. Allí, entre un viejo cementerio de coches y una cafetería abandonada, decenas de polacos han levantado puestos improvisados en los que surten a los recién llegados de sopa caliente, fruta, agua, sándwiches, tarjetas sim, juguetes y ositos de peluche.

Refugiados en Dorohusk (Polonia).

/ DAVID LÓPEZ FRÍAS

Es el artículo que antes se agota, porque casi todos los que llegan son niños con sus madres. Los hombres tienen prohibido abandonar Ucrania. Los varones que aparecen por el campamento, o son menores de edad, o están ahí solamente para cargar víveres en su vehículo y volverse a la guerra.

Es el caso de Adrián, un veinteañero que se viene haciendo casi a diario los 517 kilómetros que separan este pueblo de Kiev. Llega a territorio polaco, los voluntarios le llenan la furgoneta de comida y él se pega de nuevo otros 517 kilómetros para regresar a la capital y repartir comida bajo las bombas.

“Son los únicos a los que los ucranianos están dejando salir del país. El resto de hombres de entre 18 y 65 años están obligados a quedarse. Me cuentan cada día historias de muchos que han intentado salir y no les dejan. Se ocultan en los autocares o hasta en los maleteros de los coches, pero los pillan en los controles y los obligan a bajar. Me han contado incluso que alguno intentó escapar disfrazándose de mujer”.

Me lo explica Janna, una de las voluntarias de Cáritas. Hay una veintena de ellos, todos con petos rojos. Son polacos que han dejado sus trabajos estos días para venirse a cargar cajas y distribuir la ayuda material que llega. “Muchos jefes están dando permiso a la gente que quiere ayudar”, añade. Reparten sobre todo comida, agua, pañales y juguetes para los críos.

Refugiados en Dorohusk (Polonia).

/ DAVID LÓPEZ FRÍAS

Lo tienen todo montado en la puerta del Palacio de Dorohusk, el segundo punto de avituallamiento. Es un palacete de 1750 en torno al cual se levantó el pueblo. Ahora sirve de centro de recepción de refugiados. Se ha establecido una oficina improvisada en la que les explican qué pasos deben seguir ahora.

La plaza, por momentos parece un parque infantil, con decenas de niños corriendo. Detrás de cada uno hay una madre que se aguanta las lágrimas. Es eso lo que más impresiona y lo que me hace exclamar en alto: “Joder”. Al instante, una mano se posa en mi hombre y me pregunta sorprendido: “¿Hablas español?”. Se trata de Alexis, un argentino residente en Gdansk (Polonia). Porteño, de River y viviendo en Europa desde que se casó con una polaca.

Refugiados en Dorohusk (Polonia).

/ DAVID LÓPEZ FRÍAS

“Vine acá para trabajar en las tecnologías, como mucha gente. Me casé, me quedé y tuve un hijo”, me relata. Ahí se rompe. “Yo ahora tengo unos días libres. Mi niño tiene 8 años y le prometí que los iba a pasar con él. Pero estalló la guerra y decidí que venía a ayudar. Le puse una excusa. Le dije que me había salido un compromiso con unos amigos. Cuando se lo conté él estaba mirando la tablet y precisamente había noticias de la guerra. Me miró y me dijo “Tranquilo, ya sé, ya sé…”. Y me vine para acá, porque creo que es necesario ayudar y porque mi hijo lo entendió”.

En la puerta misma del palacete esperan ciudadanos polacos que se llevan a familias enteras a sus casas. Por eso en este lugar no hay escenas de refugiados durmiendo en el suelo o en tiendas de campaña. Llega gente de todo el país y los acogen. “Que se sepa en todo el mundo que esto lo está haciendo el pueblo polaco, no el gobierno”, remarca Justyna, propietaria de una food track que ha dejado de vender comida en Varsovia para venir a Dorohusk a regalarla.

“Si es para acoger, que vengan. Si es para traer ayuda, mejor que se queden en su casas”, advierte Alexis. “No merece la pena cruzar Europa para venir a traer unas cajas. La plata que se van a gastar entre combustible, alojamiento y comida, la podrían donar y así se aprovecharía mucho mejor”, concluye. Él, como el resto de voluntarios, va a seguir allí a diario, porque la guerra se recrudece y se espera otro aluvión de mujeres y niños en los próximos días.