LIBROS

Mario Levrero, el raro entre los raros del 'boom' latinoamericano: "Más que escritor, era alguien que salvaba su vida escribiendo"

Se publica la correspondencia que el escritor uruguayo dirigió a la que sería su esposa Alicia Hoppe, como una propuesta estrictamente literaria

"Cuando le conocí se sentía profundamente solo, vivía muy angustiado y siempre tuvo una enorme incapacidad para la vida práctica y sin embargo contaba con un gran carisma y un poderoso sentido del humor, un humor a veces muy negro", cuenta su viuda

Alicia Hoppe, viuda del escritor Mario Levrero, en el hotel Zenit de Barcelona. / JORDI OTIX

Un hombre abre la puerta de su casa a una mujer que le quiere vender algo, un líquido verde en una botellita. Entra. Tras ella aparecen y pasan a la estancia equilibristas, un payaso, un domador con su león y su tigre, la caballista de pie sobre un corcel e incluso un elefante. Todos hacen sus monerías circenses en el recibidor hasta que el hombre, harto de todo aquello, le dice a la mujer que se vaya, que no le interesa. Ella lo hace dócilmente y él le pregunta enfadado si se va a llevar todo aquello con ella. “No -acaba el cuento- esa gente no ha venido conmigo”. 

Alicia Hoppe, viuda del escritor Mario Levrero en el hotel Zenit de Barcelona. / JORDI OTIX

Quien escribió este relato es el uruguayo Mario Levrero (1940-2004), que cumplió gracias a una vida y a un carácter excéntrico todos los requisitos para convertirse en un autor de culto: vivió una vida más bien gris en Montevideo, donde nació y murió; apenas trabajó (si se entiende por trabajo eso que nos hace pagar la luz y el alquiler), y dedicó gran parte de su tiempo a leer novelas policiacas ínfimas, a la juerga canalla con los amigos (en su juventud), a levantarse a las dos de la tarde para desayunar e irse a dormir cuando la mayoría de la gente se levanta. Y naturalmente, a escribir obsesivamente “para salvar el alma”.

En su edad madura apenas salía de casa, fumando un cigarrillo tras otro, con su infaltable camiseta imperio. Reconcentrado en sus neurosis y sus fobias -miedo a golpearse con las esquinas de los muebles, no soportar el perfume de las mujeres, creer que el olor del papel viejo de las novelitas que devoraba creaba adicción-, se negaba a abrir la puerta de su domicilio si antes no se le había notificado previamente por teléfono. Es inevitable no pensar en el anterior relato, Ese líquido verde -se te puede meter en casa todo un circo-, para apreciar los miedos, no exentos de humor, que se agazapaban en su inconsciente. Y era lector de Kafka, por supuesto. 

El escritor uruguayo Mario Levrero. / ARCHIVO

Figura del canon latinoamericano

Ese era el hombre. Complicado, excéntrico, raro. El escritor es soberbio. Y a veinte años de su muerte que se cumplen el próximo 30 de agosto, poco a poco, se está imponiendo la certeza de que es uno de los grandes autores latinoamericanos de finales del siglo XX y principios del XXI junto a Roberto Bolaño. Muy distintos entre sí -Bolaño es el autor de la aventura juvenil y Levrero de la introspección madura y la sinrazón-, ambos murieron en el cénit creativo justo cuando su fama empezaba a expandirse, con el hándicap en Levrero de que su obra culminante, La novela luminosa, se publicó póstumamente. Desde entonces la consideración del uruguayo, raro entre los raros, no ha hecho más que crecer. 

La buena noticia es la aparición de un nuevo libro de Levrero que, en puridad, no es tal. Cartas a la princesa (Random House) es una obra del autor que este no concibió para que fuera publicada, sino un conjunto de misivas con el objetivo, entre otras cosas, de conquistar a Alicia Hoppe, la mujer que dio más estabilidad a su caótica existencia y la que le acompañó en sus últimos días, aunque ya no vivieran juntos. Las cartas están firmadas por Jorge Barlotta, el nombre que constaba en su cédula de identidad (DNI), Jorge Levrero eran su nombre y su segundo apellido.

Tabla de salvación

Hay que trasladarse a 1984, cuando Levrero, que malvivía gracias a la librería de viejo familiar y estaba a punto de ser desahuciado, aceptó la propuesta de un amigo para trasladarse a Buenos Aires para trabajar allí en una revista de crucigramas y pasatiempos. Esa etapa fue lo más parecido a tener una vida normal. Pero lo que a cualquiera le hubiera parecido una bendición para el autor fue todo lo contrario, un motivo angustiante que, consideraba, le había hecho perderse a sí mismo. Lo que le salvó fue enamorarse de una médica, Hoppe, que había sido esposa de uno de sus mejores amigos, y escribirle carta tras carta con las que intentó seducirla siguiendo el modelo de la princesa y el sapo. Es sabido: un beso de una rescataría al otro, que en realidad era un príncipe encantado. 

El libro ha sido armado por el crítico Ignacio Echevarría y la propia Alicia Hoppe quien, generosa, no ha tenido el menor problema en ceder esas cartas para su publicación y únicamente ha apartado dos de ellas con contenido erótico muy explícito. Cartas a la princesa no es solo un material íntimo, sino a decir de Echevarría y Hoppe, altamente literario ya que entronca con la última etapa del autor, esa que culmina con sus obras mejor consideradas, El discurso vacío y La novela luminosa, novelas diarísticas y digresivas en la que impera y brilla de una forma especial la narrativa del yo. Este libro, como dice Echevarría, quien rechaza el término autoficción, “utiliza la escritura como herramienta de búsqueda interior” y sobre todo se sitúa como “eslabón perdido entre Diario de un canalla y El discurso vacío”.  

“Más que escritor, era alguien que salvaba su vida escribiendo -explica Alicia Hoppe, que ha pasado por Barcelona para presentar el libro que ha hecho que esta doctora cambiara su rutina por la de editora-. Escribir no era un trabajo para él, sino algo más dramático. Escribía para conectarse con su yo. Unos lo hacen caminando, otros escuchando música, él escribía”. 

Carisma y humor

Ser una mujer ordenada, madre de familia -ella aportó a la convivencia con Levrero un hijo de su primer matrimonio, Juan Ignacio, por entonces un niño pequeño- y trabajadora incansable dificultaba la armonización con el día a día, o más bien el noche a noche, del autor: “Sí, la convivencia era dura pero yo sabía donde me metía, por horarios era difícil coincidir con él porque cuando él estaba activo yo me caía de sueño. Así que solía quejarse de que yo no estaba. No fue un hombre tradicional en nada. Cuando le conocí se sentía profundamente solo, vivía muy angustiado y siempre tuvo una enorme incapacidad para la vida práctica, y sin embargo contaba con un gran carisma y un poderoso sentido del humor, un humor a veces muy negro”. 

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Levrero, es sabido para quien le haya leído, solía reseñar todos sus sueños que fueron cantera para su literatura. Murió pronto, a los 64, porque, fumador compulsivo, hipertenso y sedentario empedernido, su salud se resintió. Habiéndose negado a una operación de corazón invasiva, poco antes de su fallecimiento tuvo dos sueños premonitorios. En uno, una tía suya le enseñaba una cinta métrica como símbolo de que le quedaba poco. En otro, leía su propio obituario. “En sus últimos días -recuerda Hoppe- me pidió que le llamara cada dos horas por teléfono y que si no respondía es que estaba muerto”. 

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