CRÍTICA
'El álbum ruso', de Michael Ignatieff: memoria familiar
Por las páginas de esta cuidada obra del historiador desfilan la Rusia zarista, la revolución, la guerra civil y el exilio
El historiador Michael Ignatieff, Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2024. / EFE
Luis M. Alonso
En El álbum ruso, publicado inicialmente a finales del siglo pasado y que ahora vuelve a ver la luz traducido al español, el historiador canadiense, flamante premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, Michael Ignatieff, reconstruye con cuidado un estilo de vida desaparecido. Desde la opulenta corte de Catalina la Grande, traza el ascenso de su familia hasta alcanzar gran influencia en el régimen imperial del zar Nicolás II antes de que Rusia se viera arrastrada por la revolución, la guerra civil, y muchos rusos emprendieran el camino del exilio.
Fruto de una profunda meditación sobre el desarraigo y la pertenencia, el libro muestra cómo estamos moldeados por el pasado, pero también cómo debemos escribir nuestras propias historias en el presente. Ignatieff es autor, entre otros, de una admirable biografía autorizada de su maestro Isaiah Berlin, varios libros sobre geopolítica, una interesante reflexión (Fuego y cenizas) sobre su amarga aventura como líder del Partido Liberal de Canadá, y un lúcido ensayo sobre las esperanzas de vida recobradas (En busca de consuelo).
En esta vieja memoir rusa, su método consiste en partir de una fotografía, investigar y a la vez dar rienda suelta a la imaginación. El historiador y académico canadiense encuentra una imagen de Natasha Mestcherski, su abuela, vestida de gala, y se aventura a pensar que podría haber sido tomada por un fotógrafo de la corte en el Palacio de Invierno, coincidiendo con el 300º. aniversario de la dinastía Romanov en 1912. Al final del párrafo, el término "podría" ya se ha convertido en "fue".
No se trata únicamente de echar un vistazo al rostro helado y vidrioso de la Emperatriz, enmarcado entre brillantes cordones de perlas que caían de su tocado. La historia, aunque recorre cuatro generaciones, se centra en los abuelos, la princesa Natasha Mestcherski y el conde Paul Ignatieff, quienes abandonaron Rusia en 1919 con sus hijos, mudándose primero a Inglaterra antes de establecerse definitivamente en Canadá.
Ignatieff nunca conoció a sus viejos antepasados, ambos murieron antes de que él naciera, pero para indagar en las vidas dispuso de las fotos, los recuerdos de su padre y sus tíos. El resultado es un libro reflexivo e íntimo, absolutamente merecedor de los elogios que se le han prodigado desde que se publicó por primera vez en 1987. Carece, por las circunstancias vitales, de la observación de "Habla, memoria", con la que Nabokov se convertiría en esmerado testigo de su pasado ruso, pero no le faltan imágenes poderosas y sugestivas producto de la atenta investigación.
Paul Ignatieff, miembro de la intelectualidad reformista, fue ministro de Educación en el último gabinete del Zar
Paul Ignatieff, tolstoiano y miembro de la intelectualidad reformista, fue ministro de Educación en el último gabinete del Zar y perteneció a la generación de modernistas que le dio a Rusia la economía de más rápido crecimiento del mundo en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial. Natasha, nacida princesa Mestchersky, era, parece ser, una mujer tímida y seductora cuya familia estaba enfeudada por Catalina la Grande y que contaba entre sus antepasados con el historiador Nikolai Karamzin.
El libro se mueve entre lo político y lo personal, pero los pasajes más fascinantes surgen del relato de la revolución desde la perspectiva de la aristocracia. El mismo Paul, un funcionario público muy trabajador que había perdido la esperanza en el gobierno inepto del Zar, se encontró atrapado entre los blancos y los bolcheviques, sin que ninguno de ellos tuviera aprecio por un monárquico constitucional liberal de buena cuna.
Algunos fragmentos de El álbum ruso podrían haber salido de una novela, pero el mayor acierto del libro radica en saber moverse entre la realidad y la ficción. La huida de los Ignatieff –inicialmente diecisiete personas, incluidos todos los sirvientes– desde Petrogrado a una ciudad balnearia en el Cáucaso, alejada brevemente de la zona de guerra, y de allí a Constantinopla, Inglaterra y, finalmente, Canadá, está descrita con gran detalle. Incluso cuando su clase estaba siendo aplastada, las conexiones de la alta sociedad resultaron ser la tabla de salvación.
Durante una visita a unos parientes, Ignatieff encuentra un baúl que había acompañado a su abuela emigrada a través del mundo. La vida que le persigue desde niño está ahí: los iconos, los volúmenes en relieve de la historia de Karamzin, la palangana cuadrada de plata y el aguamanil, en el que la bisabuela solía lavarse las manos todas las mañanas en Dougino; los álbumes de fotografías, etcétera. Ese aguamanil acabó, mucho más tarde, como centro de mesa en la casa de Ottawa. La madre del autor lo llenaba de flores y el montón de pétalos rojos y redondeados, acumulándose fragantes y mustios en el fondo de aquel lavamanos de plata, forma parte del recuerdo visual y olfativo que perdura de su tierna infancia.
'El álbum ruso'
Michael Ignatieff
Traducción de Cecilia Ceriani
Taurus
256 páginas. 21,90 euros
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