MISCELÁNEA
He venido a hablar de mi libro: Marta Fernández
En el fondo, el material con el que trabajan los impostores y los grandes ficcionadores es el mismo: ese algo, casi tan indefinible como la verdad, que llamamos mentira
La periodista y escritora Marta Fernández / Luis Gaspar
Marta Fernández
"Querido Scott. ¿Cómo estás? He estado pensando en ir y verte. Estoy viviendo en el Jardín de Alá. Tuyo, Scott Fitzgerald". La postal que Francis Scott Fitzgerald se escribió a sí mismo en el verano de 1937 me persigue desde que la vi por primera vez. Con esa caligrafía que se va deshaciendo, como su autoestima, como su identidad. Me la podría haber mandado a mí misma en algún momento oscuro de mi vida. Quizá la llegué a escribir. No lo sé.
Lo que sí sé es que no hay frase de Scott Fitzgerald que no resuene en mí como una melodía muy lejana que siempre reconozco. Pero entre todas, hay una de la que no consigo deshacerme: "Tengo treinta. Soy cinco años demasiado viejo para seguir mintiéndome a mí mismo y llamarlo honor". Por eso Scott tenía que estar en este bestiario de falsificadores de su propia existencia.
Por eso y porque por La mentira se pasean algunos de los escritores que más admiro. Desde el fantasma de Shakespeare reencarnado en un pobre botarate llamado William Henry Ireland, que llegó a falsificar una obra entera del divino William, hasta el casi olvidado Geoffrey de Monmouth, forjador de la leyenda que serviría para justificar las sucesivas dinastías británicas -la leyenda del Rey Arturo. En el fondo, el material con el que trabajan los impostores y los grandes ficcionadores es el mismo: ese algo, casi tan indefinible como la verdad, que llamamos mentira.
Lo sabía bien Edgard Allan Poe, que se pasó media vida intentando construir el bulo perfecto y que después de muerto no pudo regresar para desmentir todas las falsedades que se dijeron sobre él. O Bram Stoker, que escribió un libro solo para colar su fantasía de que la Reina Isabel I era en realidad un muchachito criado en la aldea de Bisley. Lo sabía Franz Kafka, que le inventó una vida a una muñeca para consolar a la niña que la había perdido en un parque. Y no lo sabía Arthur Conan Doyle, que cayó en la inocente trampa de dos mocosas que aseguraban ser amigas de las hadas.
Quizá todos ellos tuvieron que ver con mi obsesión por la mentira como artefacto perfecto para soportar la aburrida realidad. Aunque son los mentirosos capaces de convertir su vida en una novela los que me admiran más: ese productor de rock que organizaba banquetes pantagruélicos para brindar con los supuestos vinos de Thomas Jefferson; el magistral Victor Lustig, que fue capaz de vender la Torre Eiffel y de timar a Al Capone; el caradura de Benjamin Morrel, valiente capitán que se ganó el título del Mentiroso más grande del Pacífico; o Sefton Delmer, genio del espionaje británico convertido en personaje de ficción por Ian Fleming.
Eran todos anti-héroes que desataban mi muy indómita curiosidad. Aunque la pregunta que me sigo planteando no tiene que ver con los motivos de sus embustes, sino con las razones por las que no podemos evitar creerles. No he llegado a saber la respuesta. Habrá que echar mano de una sentencia atribuida, quizá falsamente, a Petronio: el mundo desea ser engañado, luego engañémosle.
'La mentira'
Marta Fernández
Harper Collins
320 páginas
19,90 euros
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